“Y Rubén se puso ante Joaquín, y le dijo:
No te es lícito aportar tus ofrendas al primero,
porque no has engendrado, en Israel, vástago
de posteridad...”
Evangelios Apócrifos
SEIS ÁREAS PARA EL DILUVIO QUE NO VENDRÁ
a la memoria de J. Brodsky.
I
El dolor de Joaquín conjuga la pastosa nada de un verbo inestable.
Ensambla la sombra de su mano perlada de palabras no aprendidas
sobre la saliva rígida de la madre que vacila en la salvia de la noche
entre el súbito salto a una extrema ausencia y el carcomido abrazo.
Todo ese amor que huye confluye en una misma plaza dentro del lienzo:
una línea de bramantes y un fondo lluvioso de animales en estampida.
Cuando él mira así, sus hojas se visten. Anda un tramo y una rama amiga
cae y vive sumisa a sus pies. Dice y el buen aire entra hecho virutas.
Ama tanto lo que llega como lo que se va del límite; ese roce de la cerda
contra la cuerda templada en la mesa del viento echa más leña por la boca
del sueño que, ardiendo por sus bordes, ora bajo el haz de la lupa.
II
El dolor de Joaquín repite. Reprueba callando. Calmo entra a la luz.
Es un dolor sedentario sin casa fija. De un pelaje miel que es un don
casi dormido, parecido al mío, al del hijo que en parte, parte de mí:
mi súmmum, mi somos, mi símil, mi semen, mi suma alterada de pasos
y silenciosos regresos sobre las mañanas en la greca de la tierra,
donde los rancios enigmas, las trampas y los frescos desastres son traídos
por el humo-pienso que irradia la sierpe. Ella se mueve consumida
por su mezquino y empobrecido oficio de abandonar el árbol a la hora
que los residentes ahogados por su tísico ajuar y su corsé de miasmas
despiertan en coro y luego se abandonan bajo la leña unísona para verla
revolcarse en la fiebre de su cría, besar su frente y trepar el relámpago.
III
El dolor de Joaquín repara. Responde a la hilera de dientes
(nube que pasa como un borrón o un solo pensamiento que sobrevuela
el diluvio anunciado en los pomos y en la memoria de la bisagra).
Aquí dentro el aire caliente pertenece al tórax o al desierto creciente.
Los afectos del nómade mueren con los primeros destellos del día
y sus afeites caen como densos animales fulminados por un rayo
al rozar sus colas el neutro andamiaje de los aromas domésticos.
La sierpe ama la secuencia del nómade, enumera la estabilidad
de sus grietas. Persigue con su cuaderno de planas la plenitud que cambia:
un largo movimiento que, al dragar la cima del sueño con toda la miseria
de su lomo lacónico y mitómano, afianza el deterioro de su arrastre.
IV
El dolor de Joaquín, rey sin caballo ni reino, pasea su verde aljaba,
su tierno blindaje por la casa tendida, vaciada, cosida, cauterizada,
ya sin el abrigo de los débiles misterios que con todo su desprecio
escupen los dioses menores sobre el plan de los objetos inútiles.
El dolor sin trama canta, sin trino llega aquí, sin remos piensa en ver
palabras que aún crecen planas y ocultas, bajo el manto de la mugre,
y en los resquicios, y los bretes donde no llega la temerosa música
de los hombres que solamente mueren, donde no llega el canto de la lluvia
que nace o suele nacer en su secreta Orden sembrando simetrías
entre el alma y el cardo, el melisma de la ropa sucia acumulada en el altar
(esa sangrada piedra del baño) y la memoriosa cabeza de la Gorgona.
V
El dolor de Joaquín merodea como el hermano tenue de una melodía
que envuelve minuciosamente con papeles de insomnios las apariciones
repentinas dentro del templo, como la proteica procesión de hormigas
que cada noche cruza el hierático hundimiento de la viga central del credo,
para volver a la humedad de cada muerto nombrado dentro y fuera
de las cinco bolsas de basura apiladas bajo la cruz patada de la cocina.
Por parda procesión, casi un tentáculo a oscuras, por donde se irá
el pan de la última cena, la fruta futura de la escoba, el asma inestable
de la flor de la higuera, los besos negros, los versos blancos tiznados
por la luna y el ciempiés, el nombre de la saga, el número del archimandrita
que escribe el lugar donde el polvo no es otra cosa que polvo del camino.
VI
El dolor de Joaquín, imantado silencio que ronda las mañanas hundidas
en los pliegues de los últimos anillos propone un río de áreas, un abismo
(mas de Cartago siguen enviando a la boca del sueño la apremiada leña,
mientras la cetrina cocción que lo guía se aviva. Única es la nervadura
que lo nutre en el giratorio gobierno de los días. Delenda est Carthago).
Y del dolor, padre de mi canto educado, hijo de mi llanto conducido,
santo espíritu de mi instrumento traído a rastras a través del tiempo
hasta esta tienda de campaña, he cosechado una firme ergástula colgada
del alto muro, desde la cual lucho a diario por mi ración de amor,
y cuando el cansancio trabaja en mis horas, restauro un poco el rostro
del ángel, limando, podando, trasegando en canciones el aire que sobra.
de DEL HUMO EN WITTGENSTEIN, a publicar por Estuario este año
Autor: Omar Tagore (ESCUCHE SU MÚSICA HACIENDO CLICK EN SU NOMBRE)
Poeta, músico. Nace el 5 de septiembre de 1970 en la ciudad de Tacuarembó. Ha publicado en antologías de poesía, en separatas culturales y revistas uruguayas y españolas. Su libro-poema “Azimant” fue primer premio en el Concurso Literario Municipal de Montevideo, 2001. Como músico ha editado de forma independiente “Materia de Catamarca - Los Músicos del Oeste” un disco fragmentario donde conviven la canción, el paisaje sonoro y otros seres; el mismo es parte de una “Saga” construida entre poemas, Cancioneros, Cantares y textos narrativos, que nos lleva a un mundo mítico, una mitología personal. Su obra permanece inédita y bajo el abrigo de la Cofradía de San Fructuoso.
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