domingo, 17 de julio de 2005

Ernesto Sabato, la visita

Ernesto Sabato
Un pacto para vivir porque el tiempo no para

Nota de la autora:
El presente artículo intenta reflejar el sentimiento de la mayoría de los jóvenes que acompañan al Ernesto Sábato cotidiano y, bajo ningún punto de vista, una opinión política de la autora sobre el desempeño del Ernesto Sábato intelectual en el seno de la destrozada sociedad argentina
.
"Ernesto Sabato
Quiso ser enterrado en esta tierra
Con una sola palabra en su tumba:
PAZ".1
Ese abismo de paz
emplazado entre la vida y la muerte, abismo misterioso que seduce y que —aunque desespera— es necesario aguardar sin premuras, al ritmo del reloj nuestro de cada día. Mientras unos se ocupan en vivir, otros buscan anticiparse a ese instante que nunca jamás se podrá recordar, porque luego de ocurrido le continúa la muerte, es decir, el olvido infinito. Quizá por eso, esta mañana Anita se levantó angustiada. Frases como "todos somos cadáveres momentáneamente en vida" coqueteaban con ella este día mortuorio y desheredado. Así es como, abstraída por el Ángel del Abismo, montó su bicicleta a fin de arrostrar al autor de esos anagramas: el ex científico, el pensador, escritor y pintor, Ernesto Sábato.

Fue inconsciente y soberbia
al convencerse de que alguien internacional recibiría a una veinteañera insignificante sólo por haber consumado el sacrificio de viajar durante dos horas desde la Cancha de River hasta su casa en Santos Lugares a pedal, atravesando tenebrosos caminos de tierra, peligrosos descampados, fábricas abandonadas, mercadillos de pulga ilegales, atiborrados por hierros corroídos, inútiles, retorcidos como fantasmas. Sin embargo, había de verdad algo meritorio en ese recorrido: advertir el preludio de lo que vendría. Porque no todo era terrible en el sendero de la peregrina. "Boliches con mostrador de estaño", vecinas cotilleando rato largo en las esquinas, frutas abandonadas a su suerte, flores del jardín / dos por un peso, evidenciaron que hay un cara y ceca conviviendo en la misma realidad.

Santos Lugares la recibió vestida de pueblo
y estación de trenes. Estación olvidada, un cementerio plagado de vagones y grúas como cientos de brazos, rendidos bajo la tierra o alzados al cielo gris de los fantasmas. Santos Lugares es la periferia en la que Ernesto Sábato eligió proyectar su imagen marginal2 hacia Buenos Aires y el resto del mundo, hace cincuenta y ocho años.
Antes de iniciar allí su vida literaria, Sábato había perpetrado un itinerario en busca de cierta paz contrapuesta a las inmensas conglomeraciones humanas. Ya se sabe que su infancia había transcurrido en Rojas, que había estudiado en La Plata, que recibido de científico había vivido sobre la calle Tagle, a metros del Automóvil Club Argentino. Que harto de la megalópolis, el escritor Enrique Wernicke lo había conectado con el cineasta Federico Valle, quien le alquiló una tapera sin ventanas ni agua corriente en sierras cercanas a Carlos Paz.
Allá escribió Uno y el Universo (1945), un libro de ensayos que actuó como bisagra entre la ciencia y la literatura. Pero era una vida muy dura. "Nos teníamos que calentar con el mismo sol de noche con el que nos alumbrábamos, y a eso de las siete nos metíamos en la cama, de puro frío que hacía", relató.3
Era necesario volver a Buenos Aires. Valle le alquiló su casona de Santos Lugares, un barrio que se alejó de la capital porteña para terminar acercándose a los parajes de la infancia, pese a que la realidad indique que Santos Lugares dista sólo dos kilómetros de Villa Devoto.

Se ha dicho que Anita había arribado a la estación,
pero no que ignoraba cómo seguir. Pregunta a una señora que baldea la vereda. Un hombre que porta anteojos como los de Luis Barrionuevo irrumpe. "¡A Sábato acá no lo queremos!", espeta como varios parroquianos trabajadores desocupados añorantes de Perón y Evita. Espetan porque reprueban las teorías expuestas en El otro rostro del peronismo (1956) o porque invocan al escritor como un violento jugador de fútbol, que pegaba patadas enfurecido si perdía algún partido. "¡Era muy malo, rompía la pelota!", denuncia el vecino. Sábato ha reconocido que se ganó el alias de rompecanillas 4 en el equipo de la Universidad de la Plata, donde cursó su doctorado en ciencias físico-matemáticas a fines de los años treinta. Otros construyen referencias afables; son aquellos llevados por el azar hacia un Ernesto Sábato cotidiano, que hace cola en el correo o que pasea al perro; la esperanza de un dios al alcance de todos. Pero también hay gente que olvida, y nace el mito.
—Don Ernesto hace años que no vive acá, se fue a la capital —despista la señora que baldeaba su vereda.
Después de la muerte de su mujer, Matilde Kusminsky-Richter (1998), este hombre se ha quedado solo. Desbarrancado, porque no hay quien frene el desmedro de mañas y desmemorias. Desde hace cuatro años que no se lo ve salir de su casa. Sus cuidadoras hacen lo imposible por no exponer su fiel salud nonagenaria a los depredadores, y lo consiguen con admirable esmero. No quieren que tome frío. Mantienen al mito vivo.

Seis cipreses centenarios,
ojivales, custodian y oscurecen la casa. Anita presiona el timbre y espera. Emergen Roque, el perro, y una mujer sonriente. "Sábato tuvo una mala noche, pesadillas", advierte mientras se aproxima pisando las baldosas del patio, ese damero gigante, blanco y negro como el que tapiza el bar donde Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato jugaron a la reconciliación, a ser trebejos retocados con el mismo color. Anita no puede creer estar penetrando en la casa, ni sabe cuáles son las razones. Escucha a Betty, la mujer sonriente, relatar sus inicios como matrona de los Sábato. "Hace más de veinte años, cubría a Gladys cuando ella vacacionaba; terminé quedándome". Son fragmentos de frases. "Cuesta reconocer en el Sábato sencillo al escritor imbricado. Pero uno es el otro". La casa se acerca a Anita, las paredes descascaradas, desnudándose, regresando al polvo de ladrillo como Ernesto al polvo de la tierra. Allá está su biblioteca, rozagante de Borges, Di Benedettos, Kordons, coronada por un Soldi, un Berni, un Castagnino, un Guayasamín, su casa natal, un retrato de Jorge —el hijo— dibujado por Silvina Ocampo con notable sensibilidad. Y en un rincón, amparados por el Ángel, los libros franceses de Matilde, mujer "especial, que siempre ha estado presente, aparte, misteriosa, como mi gatita Michina ahora mismo tirada a los pies de la fogata, sola y con nosotros",5 según las definiciones de S. en alguna reunión. Sube Anita la escalera. La puerta del cuarto de Matilde enfrenta un cuadro que resguarda un programa musical dedicado a ella por Chango Estrella. Pensar que detrás de esa puertita impenetrable estuvo postrada tantos años, detrás esa puertita ensombrecida por otra que triplica sus dimensiones. Ahora el descenso, la cocina, el comedor adornado con las pinturas de su nieta Marina, el samovar ruso y las ediciones de Sur, ahora Anita atravesando el umbral del estudio, sumándose al círculo de los queridos y remotos muchachos que están sentados alrededor de Ernesto Sábato.

¿Qué se puede sentir en un momento como éste?
¿Felicidad? ¿Nervios? ¿Humildad? ¿Y por qué tenía que saber Anita que hace décadas que don Ernesto toma el té con jóvenes desconocidos? Ernesto cuenta 92 años. Enfundado en jeans gastados, camisa rosa, suéter bordó (regalo de Diego Curatella) y Hush Pupies que se repetirán en las visitas siguientes. Al sonreír, su cabeza ladeada; al escuchar a Joan Baez gemir junto a la Negra Sosa, ojos emocionados. Y al reflexionar, cejas prensadas y contemplación de las profundidades del ombligo. La Gran Vena por la que fluyen pensamientos se dilata como un trueno a la derecha de su frente. Pero no estalla. Sábato está callado, acompañado por sus testigos. Los pajaritos cantan ("hablan"). Anita balea al silencio: "Aunque usted no lo sepa, siempre lo he querido". Sábato llora y del llanto engendra a su madre. "Mamá me sobreprotegía, pero yo la necesitaba para vivir". Ernesto Sábato es, como Salvador Dalí o Vincent Van Gogh, el nombre de su hermano muerto. "Eso me marcó profundamente, ¿yo era el muerto o era yo?". Quizá el muerto se encarnaba en él durante sus noches de niño sonámbulo, que al caminar sobre un charco soñaba pisar víboras. "Papá tenía un molino harinero, era un buen hombre, pero estaba demasiado lejos". Lejos es una figura sentimental. S. era el penúltimo de once hermanos, todos varones. "Mamá había buscado una mujer, pero yo le salí bien hombre", remarca pícaro. Otro hermano se fugó con un circo que pasó por Rojas. "Es pena que ya no se vean más circos, eso es símbolo de una sociedad indiferente a los columpios del azar". Quizá haya escrito novelas para regresar al niño que en sus noches sonámbulas encarnaba al hermano, el muerto. Lo cierto es que intentó abstraerse de las pesadillas con el mundo luminoso, perfecto, racional, de los teóricos comunistas y las ciencias ("los científicos no saben nada de la realidad") escudándose en seudónimos como Ugarteche o Ferri. Aun así —contra su voluntad—, las fuerzas soterradas del hermano habían trazado su destino. Ya en esa novela inconclusa escrita en París, La fuente muda, de la cual un fragmento fue publicado por Sur y que no conocimos completa porque a Ernesto se le ocurrió quemarla, decía, en esa obra descansan los gérmenes de las tres novelas posteriores. El mito de Moro y Desdémona aparece en La fuente... y sería la red en la que Juan Pablo Castel y María Iribarne harían sus piruetas de amor-traición sin caerse. La madre real de Ernesto se corporiza en la madre de Carlos, alter ego; la madre real se convierte en la madre de todo hombre, hermana a los desconocidos, de manera que es nombrada en el clamor de un moribundo que, en definitiva, es clamor de vida, es resistencia a la muerte, es Ernesto Sábato.

Su viejo ovejero alemán, que está olfateando ávidamente las facturas,
carga el segundo nombre de su amo, Roque. Su dueño (Ernesto) se llama Roque en homenaje a Roque Saénz Peña, el presidente que promulgó el voto secreto y obligatorio. Ergo, el perro lleva el nombre del presidente. "Roque es tan bueno", se complace momentáneamente. "Esa gente que dice: ¡qué animal! es bastarda; debería gritar: ¡qué ser humano!". Los chicos lo dejan hablar, están esperando alguna frase reveladora. Finalmente, Sábato concede: "El perro es bueno, fiel, los seres humanos somos todo lo contrario". La casa está a dos cuadras de la estación, no obstante, ni el ruido ferroviario se escucha cuando los jóvenes deciden callar. "Si vivo acá, además del silencio, es porque la gente es muy afectuosa, me quiere mucho".
—Y usted quiere a la gente, ¿no? —pregunta Anita.
—Yo la acepto, la respeto.

El hombre más malo del mundo,es el seudónimo que la prensa popular le endilgó a Aleister Crowley, escritor británico que ritualizaba brujerías. Si bien Sábato no es el satánico Crowley, varios estudios descubren en sus obras cierta magia apocalíptica, que él mismo parece sustentar luego de haber prologado a Ludovica Squirru o epilogado a Víctor Sueiro, luego de haber leído libros sobre ocultismo que aun hoy duermen en su biblioteca, luego de haber titulado "El alquimista" a un cuadro, o de haber escrito sus novelas tejidas por fuerzas misteriosas que encuentran en las casualidades, causalidades que intentan explicar lo inexplicable. Nació en un infausto 24 de junio, día de aquelarre. En el primer ejemplar de la enciclopedia Mitomagia, que dirigió en 1969 y constó de ocho fascículos, anticipa el que será leit motif de su por entonces próxima novela:6 el significado de Abaddón. Significado esotérico y apocalíptico, reconozcamos, "ángel del exterminio", que hizo de las suyas en la vida de Sábato, sin lograr exterminarlo jamás, aunque tantas veces lo tentara con el suicidio. Día y lugar precisos mediante, no son pocos los proyectos de autodestrucción pergeñados junto a sus amigos, de los franceses y de los otros. Colegas como el pintor canario Oscar Domínguez se cortaban las venas. S. sobrevivía a los intentos. La seducción del suicidio, desde la necesidad de fugarse del destino correspondiente al hermano fallecido que terminó siendo el suyo. Pero suicidándose se habría hallado absolutamente sólo con su alma, atribulado en el limbo. Aunque la aclamaba, le escapaba a la muerte. Abaddón suele atribuirse en Sábato pequeñas travesuras cotidianas. Erguido, levanta su diestra solemne. Los pajaritos dejan de cantar. "Un misterioso acontecimiento" se produce en estos momentos, "anochece y todo es diferente". Ernesto alza enhiesta la diestra con una medialuna tibia ante los ojos desesperados de Roque, su perro fiel, que gime y gime de ansiedad nunca saciada. Los remotos muchachos se inquietan ante semejante crueldad. Sábato, por fin, cede ante el llanto bestial y Gladys retira a Roque de la presencia de su amo. Anochece. Sábato confiesa que todas las medialunas han sido envenenadas por él. Anochece. Los pajaritos han dejado de cantar porque los corre la noche, porque "perciben la carga negativa de la oscuridad". La estatua de Ceres, la original, la que le costó adquirir cuando la municipalidad decidió reemplazarla por otra, mira desde el patio a través de la ventana. La mirada se dirige a quien hizo que Martín y Alejandra, los protagonistas de Sobre héroes y tumbas (1961), se encontraran por primera vez frente a Ceres. Esos dos seres no necesitaban citarse para encontrarse. Lo mismo que los protagonistas de Rayuela (1963), la gran novela armable de amor de Julio Cortázar, quien sentía que la noche era el umbral que los artistas atravesaban para penetrar el mundo onírico y renombrar las cosas que en la oscuridad son otras diferentes a las de la vida cotidiana diurna. La Maga y Oliveira andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse. Torvo, Sábato desecha coincidencias. "Yo era apático con Cortázar, no me llevaba mal, pero estábamos distanciados por cuestiones políticas y disímiles concepciones sobre la revolución, sobre todo".
Aquí, sin ir más lejos, en Buenos Aires, jóvenes que se pretenden revolucionarios (que al menos se pretendían en ese momento: es probable que ya tengan buenos empleos y se hayan casado honorablemente) recibían con alborozo el proyecto de una novela que podría leerse de adelante para atrás o de atrás para adelante. Hablan de las masas y de las villas miseria, pero, como aquellos marqueses, son podridos y decadentes exquisitos. 7

Artur Lindqvist, secretario de la Academia Sueca,
en una entrevista publicada en el madrileño Diario 16, luego de justificar el hecho de que Jorge Luis Borges no haya sido galardonado con el Premio Nobel, explicaba que a Sábato le fue negado el reconocimiento "porque su obra es escasa" (sic). Al hablar al respecto ante la prensa, Ernesto más que defenderse a sí mismo, lo adargó a Borges. Él ha sido un admirador del autor de El Aleph desde joven: "los que llegamos después (de Borges) le debemos mucho, sobre todo en lo que a lenguaje se refiere (...). Cuando yo era estudiante lo seguía con fervor, así como por diferentes motivos admiraba a Roberto Arlt. Y ya de grande pensé que un escritor argentino ideal debía ser la síntesis de esos extremos".8 Decía esto mucho antes de que llegara a la síntesis una vez transcurrida la última dictadura, mucho antes de que las digresiones u omisiones políticas los separaran definitivamente. Claro que mantuvo una admiración intelectual que lo llevó —antes del divorcio— a aceptar la conciliación de un Orlando Barone de 35 años, quien los reunió en bares como el Plaza Dorrego, citaciones de las que surgió el libro Diálogos Borges-Sábato (1976). Ernesto anotaba las ideas de Borges in situ. La última vez que se verían, relata Barone, sería en el Cementerio de la Recoleta con motivo del sepelio de la madre de Borges. "Pero yo corté con él, después de la dictadura, nunca más", le dice S. a la preguntona de Anita rebanando el aire con las manos. De todas maneras, es innegable que lo quiso desde que lo conoció vía Adolfo Bioy Casares, y emociona cuando imposta la voz, lo imita, "caramba, caramba", y le sale muy bien. A raíz de un accidente que casi le costó la vida (1938), los problemas congénitos de la vista se acentuaron y Borges adquirió progresivamente la ceguera que lo doblegó pese a las cirugías para evitarla, muchas solventadas anónima y económicamente por la anfitriona de estos escritores y directora de Sur, Victoria Ocampo. Borges, al quedar ciego, siguió escribiendo. Sábato, al correr el riesgo de perder la vista, decidió abandonar la literatura y liberar sus sueños a través de la pintura (1979-1984). "Mi oculista me advirtió que debía elegir entre seguir escribiendo o la ceguera. Le pregunté entonces si podía pintar. Me dijo que sí. Me puse contento porque desde chico quería dedicarme a la pintura", contó a Clarín. Sus gruesos anteojos enmarcan unos pequeños ojos atormentados por su existencia. Cualquiera pensaría que alguien que calza esos abotellados cristales es incapaz de leer sin ellos. Pero vean que cuando Anita le tiende El túnel para se lo autografíe, un Ernesto carente de lentes interpreta claramente el primer y el último capítulo, lectura entusiasta en matices, con el libro pegado a las narices y los ojos exudantes de lágrimas. Ana se apena de que su memoria humana sea la única que pueda atestiguar cada imagen y cada sonido de la lectura de este libro que nació del dolor.

Luego del té, Ernesto invita a los remotos muchachos
a pasar al atelier, otrora "el cuarto de Jorge", fallecido en un accidente automovilístico (1995). "Paradójicamente, la muerte de mi hijo me llevó a una necesidad visceral del sentido de la vida absoluta"9 —Anita recuerda palabras leídas en los diarios. "Hay días en que me invade la tristeza de morir y, como si pudiera ser la muerte engañada, me atrinchero en mi estudio y me pongo a pintar con frenesí, confiado en que ella no me arrebatará la vida mientras haya una obra sin terminar entre mis manos".10 La muerte y las pesadillas, por sinestesia, transformadas en Virgina Woolf, Jean Paul Sartre y Vincent Van Gogh infernales. La parca y él, protagonistas andróginos de pinturas sabatianas, timadoras surrealistas. Un cuadro fue comprado por Amalia Lacroze de Fortabat por —sostiene— cien mil dólares, capital que la multimillonaria se habría arrepentido de desembolsar. "A Amalita la quiero mucho, somos grandes amigos", se resiste, finalmente agrega: "la actitud mercantilista es una porquería, esperan a que muera para que algo valga más; lo que ignoran es que viviré mucho más, tanto como mi abuelo de 104 años".
Su atelier huele a seres entrañables que ya no están. Debajo, en el sótano, el piano que tocaba Jorge. Allí vivió Federico Valle. Arriba, arrinconada, una Singer con esta inscripción: "La máquina de mamá. ¡Cuántas lágrimas, cuántos recuerdos, cuánto amor!". Hay una calavera de su época platense. Sábato se espeja: "ese soy yo". Un remoto muchacho se arremanga frente al cuadro de Franz Kafka dejando a la intemperie un tatuaje que copia a esa pintura. Por su parte, Anita descubre un In forme sobre Palomas y —sobre el atril— un óleo húmedo, diferente de los anteriores, nocturnos, éste es —según uno de los jóvenes— "abstraccionista cromático" y —completa Sábato— significa la muerte, de los objetos.
Anita sigue husmeando, exhuma de una caja fotos de quienes ya no existen, las ojea y las extiende hacia los demás. Entre ellas, una del pianista chileno Claudio Arrau, acostado en un sillón, fingiendo leer. "Yo tuve una relación muy estrecha con la música. Fue un impacto fuerte y lamentable la muerte de Astor Piazzolla, inesperada, él era grande y lo que pensábamos hacer también era grande, me refiero al Sobre héroes y tumbas melódico, que quedó incompleto. Qué vachaché", dice. "Qué vachaché", repite Discepolín, repite tango, repite la muerte en el barro, la resistencia a morir, repite el dolor por la muerte de los otros. "A Pedro Henríquez Ureña lo conocí como profesor de castellano en el secundario del Colegio Nacional y se fue de este mundo viajando en tren para dar clases". Henríquez Ureña introdujo el primer texto literario de Sábato en el universo Victoria Ocampo; se trataba de un análisis que Ernesto le hacía a La invención de Morel, de Bioy Casares. "Ureña era un hombre loable, humilde, cabal, familiero, es una perdida irreparable; le debo mucho de mi carrera a él".

Anochece la noche y los trasnocha
a todos. Es hora de bostezos, de regresar a la "ciudad monstruosa y despersonalizada" a través del túnel atemporal del tren que los espera en el cementerio de vagones y caleras. Sábato posa y firma los libros, ya sin leerlos, con los ojos vueltos hacia adentro.
"Me alegra tanto divertirme con ustedes, con tanto cariño", dice. "Los jóvenes me hacen feliz, me salvan de la angustia", se conmueve y sonríe. Anita lo abraza con paroxismo ("gracias, gordita bonita"). Si ha comprendido qué significa "todos somos cadáveres momentáneamente en vida" es porque vive la frase en carne propia. Algo de sí ha muerto para ella, porque se ha trasvasado hacia Sábato. A cambio, Anita recibe la angustia, como respuesta necesaria. (La angustia referida por S., angustia por días alargados y deformados como tenebrosos espíritus sobre las paredes del tiempo. Sábato pronuncia el silencio y al pronunciarlo, encarna el pacto implícito de este día particular, desheredado de otros días en los que reinaba el dios Infancia. Sábato es un adulto y los adultos, fantasmas de ese dios Infancia muerto. Ernesto huye a la condición de fantasma acordando un contrato con los remotos muchachos que aún poseen una infancia, agonizante, pero todavía infancia. Un convenio a presentirse. Un pacto para poder vivir, mientras su tiempo no se detenga.)

Ahora estos jóvenes, que
—para acceder a la casa— fueron citados previamente, desandan el camino sin ser los mismos, recogidos en una común intimidad, recorren un pasillo en cuyas paredes cuelgan fotos de personajes que actuaron en la novela de la vida del escritor: de sus padres inmigrantes, de Jorge, y de Elvira, hija de un amigo y asistente desde hace 23 años. Llegan a la puerta con el llanto de la muerte en el cogote. Saben que están escindiéndose, cada vez más remotos. Anita se ha quedado en Sábato, devenida en un personaje, en tiniebla, en recuerdo, o en la nada. Salen al jardín pero Sábato no los sigue porque, advierte Betty, hace frío. Entonces, Sábato, desde la cocina, pide que no lo dejen solo, que la muerte no lo deje solo:
—Ya que vinieron hasta acá, los espero en mi entierro.

Sábato es uno de esos hombres minúsculos
que desatan grandes pasiones, pasiones que devienen en tragedias, tragedias que transforman al hombre minúsculo en mayúsculo.
Un héroe de nuestro tiempo.

Era —es— Héctor Yánover, el librero más famoso de la Argentina, quien subraya que Jorge Luis Borges fue ciego por fuera pero que veía por dentro las enigmáticas tinieblas humanas. Esta temática ha invadido a Sábato desde siempre, desde sus obsesiones más oníricas que ni él ha descifrado todavía, obsesiones que se encarnaban en Allende, su personaje de El túnel (1948), insuflaban su cenit en el Informe sobre ciegos (1961) y repuntaban en sus pinturas manchadas por el horror de la noche. Anita descubrió que Sábato intentaba atravesarse hasta alcanzar esas tinieblas mediante el recuerdo, las pesadillas, las bromas, la evasión del tiempo y el encuentro con los jóvenes, todo esto —al fin y al cabo— para escaparle no a la muerte, sino a la ineludible soledad de la muerte,11 para rehuirle a la seducción de ese abismo en que no cabe la palabra instante, para alejar unos años más ese vacío de eternidad, de paz, de esencia, en el que las manecillas del tiempo deciden detenerse, justo ahí, entre la vida y la muerte.
Amalia Gieschen
Buenos Aires, noviembre de 2003

1.-Ernesto Sábato, Abaddón El Exterminador, Buenos Aires, La Nación, 1991, pág. 428.
2.-Autocalificado de Outsider. Orlando Barone, La importancia de llamarse Sábato, Revista Argentime, año II, número 11.
3.-Por qué vivo aquí, testimonio recogido en www.santoslugares.com.
4.-Verona, Eduardo: "¿A quién no le hubiera gustado hacer aquel golazo de Maradona?", revista El Gráfico, Nº 4.087 (3 de febrero de 1998), págs. 36-42; citado en El Pasajero, año 3, número 19, pág. 14.
5.-Conversación con la autora.
6.-Anticipa (en una carta) a la revista Gente (la carta) a su querido y remoto muchacho. Califica en ambas a Schumann de desdichado y maravilloso, y expone los casos Sainte-Beuve vs. Stendhal/Balzac/Schumann. Ver De Sábato, Revista Gente, Nº 100, año 2 (22 de junio de 1967), pág. 49.
7.-Ernesto Sábato, Abaddón El Exterminador, Buenos Aires, La Nación, 1991, pág. 116.
8.-Sábato sobre Borges, Revista Gente, Nº 106, año 3 (3 agosto de 1967), pág. 11. En este artículo, además, dice: "Luego nos separó esta ardua realidad de la Patria, que ha separado a tantos argentinos. No sé si él ha sentido este alejamiento. Yo sí, mucho".
9.-Un pesimista que llega a la esperanza después del dolor, Clarín, Información general (20 de diciembre de 1998), págs. 58-59.
10.-Sábato: "No soy un viejo gagá", Crónica (26 de junio de 2000), pág. 22.
11.-Sobre héroes y tumbas: "...sus ojos estaban vueltos hacia adentro, como cuando se piensa en cosas pasadas y se trata de reconstruir oscuros recuerdos (...) a sus pies el abismo negro, una fuerza irresistible lo empujó de pronto a saltar hacia el otro lado (...) como si se sintiese impulsado a saltar a través de un oscuro abismo hacia el otro lado de su existencia....".
Agradecimientos: En primera instancia, al cálido Diego Curatella y a las deferentes Betty y Gladys. En otra, al poeta Ariel Fleischer, a Martina Marengo, Alejandro Marzioni, Gustavo Salvini, Nahuel y Fabio, sin cuya colaboración Anita hubiese vivido un encuentro diferente.

viernes, 1 de julio de 2005

HOMENAJE A HECTOR YÁNOVER

Dicen que Héctor Yánover ha muerto. Y este dolor -que sólo le pertenece a él-, no permite llorar los setenta y tres años de sonrisas que Yánover prodigó sobre esta tierra ingrata. "Tengo que recordarlo", pienso. Hago un esfuerzo por evocar aquello que a estragos de adolescencia y desidia olvidé. Cierro los ojos, como él. Aparecen algunas imágenes, todas descoloridas.
El primer encuentro ocurre, aproximadamente, hace dos años. Un incipiente estudiante de periodismo, que conoce mis desviaciones literarias, me invita a que lo acompañe a entrevistar al libreropoeta en su departamento de la calle Vicente López, cerca del cementerio. Héctor Yánover sonríe con los ojos tan tristes. El casiperiodista enciende el grabador; yo -luego lo lamentaré- prefiero ir nada más que con el corazón fanatizado. Días después, se borrará por error el cassette, y la voz de Yánover quedará relegada a este esfuerzo de mi memoria.

Su departamento es una librería en miniatura. Libros por todos lados, si claro, todos aparentemente desordenados, con anotaciones; en el sillón, en el suelo, libros ajados, usadísimos, como corresponde a un libreropoeta. Los que él escribió (tan humilde es) se acantonan y defienden de los otros en un rinconcito que es casi un fortín, en el extremo inferior, a la izquierda de esa legión infinita de escaparates que revisten una pared entera. Los ejemplares que aprendices de escritor han remitido para pedirle una sentencia (tan servicial es) están apilados sobre un tablón blanco apoyado sobre pivotes de madera, que hace las veces de mesa. La mesa se llama Prioridad.
Mi compañero y yo aspirábamos a observar a un hombre alegre desde la médula, pero a primera vista descubrimos que su alegría es un vestido, necesario para guarecerse lejos de la fría fatalidad de la vida. Basta ver sus hundidos y almendrados ojos claros para percatarse de que allá lejos hace frío, mucho frío, basta escuchar sus recriminaciones a Perón y a la dictadura, en la que no quiere ahondar demasiado, para sentir el frío penetrando en nuestros propios huesos.
Y ese pillo del tiempo, se filtra por debajo de la puerta, igual que el frío, va desvistiéndolo a Yánover, dejándolo desnudo con su desaliento y su soledad, a veces interrumpida bella, alentadoramente por su esposa Olga, como ahora, que le toca el timbre para verlo, dado que, aunque siguen siendo marido y mujer en los papeles, en el corazón y en lo cotidiano, ya no viven juntos.
El poeta se merece el nombre que tiene. Héctor, héroe troyanoargentino por excelencia, sonriente ante la adversidad y compasivo con su familia, homenajea a Olga en su librería privada. No es difícil encontrar, cuando seguimos con la mirada el recorrido de Yánover hacia el teleportero por el cual escucha a Olga avisar que subirá, decía, encontrar justo al lado del llamador una foto de Ella, foto cuyas dimensiones panfletarias son -estoy segura- una métafora del espacio que la esposa ocupa en su alma.
Al describirse para una supuesta entrevista, Héctor predica un ejemplo del que yo -al menos- no saldré inmune. Aunque usted no lo crea, consejos del estilo "tenés que leer Babelia" o "Bernardo Kordon", frases como "la librería es el circo de Buenos Aires", podrán inferir en los ríos interiores de inciertas vidas.

Después de esa visita, en la que esta fan además de irrumpir en la soledad de su fortín se fotografió con él, no tardé mucho en sumarme a la horda de muchachos y muchachas que le enviaron sus poemas, poemas que en su mayoría -decía él- no merecían demasiada atención. Le escribí algo así: "Lo único que necesito saber es si -como sospecho- debo agarrar el fratacho y dedicarme a la albañilería o si, por el contrario, puedo seguir escribiendo". El tampoco tardó mucho en responderme, por mail. No importa lo que me dijo ni lo que vino después, lo importante es el gesto, piedra basal para las acciones que de ahora en más voy a llevar a cabo, una de las cuales será amarlo para siempre.
No sé quién señalaba que, cuando alguien "muere", en realidad fallecen ciertas facetas de las personas que se toparon con ese alguien, porque lo que ha desaparecido no es otra cosa que la memoria del alguien en la que estas personas eran recreadas. Seguramente el 8 de octubre de 2003 familiares, amigos, lectores, periodistas, empleados de la Biblioteca Nacional, libreros, productores de televisión y muchos otros, hayamos dejado de existir.
Dicen que Héctor Yánover ha muerto. Que fue un enfisema pulmonar, aseguran.
Agüero y Las Heras. Un cartel con letras negras anuncia: "Ha fallecido Héctor Yánover, poeta, un amante de los libros!/ Estará presente en la memoria de los trabajadores de la Biblioteca Nacional" . Alguien ha agregado, con impasible birome azul: "Y de la CGT/CTA". En el velorio, la casa está casi vacía. Dentro del cajón -cubierto de un paño azul nomás, aureolado por las nueve velas blancas- no está el poeta.
Dicen que Yánover ha muerto, porque no saben que el recuerdo es tiempo presente. Que los libros que publicó hablan. Y que la memoria de los que lo hemos conocido, dibuja su cuerpo. Por eso tengo que recordarlo.
Dicen que Héctor Yánover ha muerto.
Es imposible creerles.
Amalia Gieschen
Buenos Aires, octubre de 2003