domingo, 9 de octubre de 2005

CONVERSACIÓN CON VICTOR HEREDIA







QUIÉNES SON LOS
DESAPARECIDOS

El legado de la militancia

Imposible no enamorarse de él. Sus ojos húmedos, su sonrisa familiar, esa disposición primero cansada de tanto periodista suelto, después interesada de tanto análisis y, finalmente, exigente de continuar conversando. Su nuevo libro, "Alguien aquí conmigo", se enmarca dentro de una reciente serie de novelas (por ejemplo, La noche más polar, de Daniel Tevini) que indagan desde la poética el sentido de la existencia de los desaparecidos.La consigna que me impuse fue no conversar sobre su vida privada. No para alejarme del autor sino para percibir de cerca sus verdades más profundas, nacidas de las experiencias reales que ya todos conocen: una hermana embarazada y un cuñado desaparecidos durante la última dictadura argentina. El encuentro entre esta periodista y este excelente escritor fue el encuentro de una generación que pregunta a la anterior. Víctor Heredia responde.

¿Alguien aquí conmigo fue un libro muy elaborado?

─Alguien aquí conmigo se trata de una novela que escribí hace cuatro años y que recién en el 2003 llegó a Editorial Norma. Tardé unos cuatro años en decidir cómo y desde dónde podía contar aquello que tenía ganas de contar. La obra no está formada por un sentido musical, sí en cambio por un lenguaje poético que me permitió resolver un tema extremadamente difícil de abordar como lo es la detención ilegal y secuestro y tortura de un muchacho militante, Miguel Artori, a manos de un grupo de tareas de la última dictadura militar. Me ubiqué desde ese lugar personal porque sentí que no correspondía ahondar en detalles truculentos ni mucho menos relatar sucesos que quizá ya se han descrito en libros más duros y más complejos, relacionados en mayor medida con el orden de lo jurídico, como el Nunca Más. Entonces, lo que escribí fue una novela de ficción basada en un hecho real, doloroso para los argentinos..
En realidad, no me refería a una elaboración técnica, sino a una elaboración interna, que puede haber empezado el mismo día en que terminó la dictadura.
─Ah, entiendo. Esto se dispara en el momento de las amenazas a la Triple A a los artistas en 1975, después recrudece con la desaparición de mi hermana embarazada en julio del 76 y me acompaña desde ese momento hasta ahora. Así que, imaginate, desde el 75 hasta ahora hay todo un proceso de elaboración. Incluso hay una primera novela escrita que se llama Banderas de la Primavera que es un mamotreto...

¿La escribiste vos?

─¡Sí! Incluso sigo escribiendo, estoy trabajando sobre la historia de una familia marginal actual, de una saga familiar. Es un mamotreto todavía. Esta que editó Norma es la primera editada pero es la quinta escrita. Banderas de la Primavera es quizá la que le dio nacimiento a ésta, porque fueron los primeros intentos de escribir sobre un tema que muy complicado de abordar, porque no lo podes hacer desde el alegato sino desde la humanidad, no lo podes hacer desde el panfleto sino desde la sensibilidad, y a mi me resultaba muy complicado sacármelo de encima, literariamente, de alguna manera. Ya no por hacer catarsis, sino porque tenía necesidad de expresar quienes fueron los que sufrieron esa circunstancia horrorosa que es la de la detención, la violencia emanada del estado y la desaparición posterior a la muerte. Yo creo que el proceso de elaboración nace con el primer gesto de represión.

La historia de Alguien aquí conmigo está tratada desde la segunda persona. La voz de ese narrador es omnisciente o intenta reconstruir algo (los últimos días de un desaparecido) que en realidad no sabe como ocurrió.

─Yo diría que es una segunda admonitoria antes que una voz omnisciente, porque está manejada desde el punto de vista técnico y literario adrede. Todo el mundo sabe que es muy difícil mantener una segunda y sostenerla durante un trayecto tan largo como una novela. Lo asumí en principio como un desafío y aún cuando pareciera ser que todo lo sabe, esa voz, que podría ser un subconsciente o una conciencia, tiene una necesidad imperiosa de debatir con Miguel. Nunca deja de ser omnisciente pero la obligación de debatir porque aparece en un estado confusional muy grande, con los recuerdos confundidos, con algunas verdades preconcebidas que la voz le va señalando. Incluso lo critica en un momento.

¿La muerte está vista como un acto de libertad?

─La muerte es como una enfermera en este caso. Yo opté por la muerte porque es la que acompaña en general a los agónicos. El trayecto en el que comienza este debate del que hablábamos es muy cortito en el tiempo, sucede en apenas unos pocos días. Entonces yo me pregunto: ¿qué es la muerte? Porque en definitiva esta segunda voz de la que vos hablabas lentamente deja de tener una personalidad para mezclarse con la conciencia de Miguel y termina cayéndose con él. Yo me incliné siempre por la muerte. El debate establecido es una conversación demasiado profunda y quién menos que la muerte para saber todo lo que nos pasa. Y en que momento estará definitivamente con nosotros.

La muerte como un canto a la vida.

─La muerte celebra. La muerte celebra con Miguel lo que ha vivido Miguel. Esos veintisiete años de Miguel están llenos, como veras, llenos de cosas extraordinarias La muerte lo ayuda a Miguel a celebrar su vida y hacerle entender que lo que hizo está bien porque no hay otra forma de vivir mas que la que tiene Miguel.

Hay una gran abismo entre Miguel y la sociedad. Los verdugos lo ponen frente al televisor, a ver un partido del mundial de fútbol, que es lo mismo que enfrentar a una sociedad desmemoriando todo para sobrevivir con Miguel que está recordándolo todo para sobrevivir.

─Eso es lo que provoca la novela, una suerte de puja entre la memoria de Miguel, la memoria que pretendemos hoy los argentinos y la ignorancia de todo lo que sucedía en la sociedad en aquélla época. Son tres vertientes. De cualquier manera, lo que trata concretamente el diálogo entre Miguel y esta segunda omnisciente es exactamente su necesidad de reconstruir su vida y de establecer un debate que en la sociedad actual y en la anterior tampoco se dio. Miguel no tiene con quien hablar, está sólo, no hay nadie de afuera, está hablando consigo mismo.

En el marxismo de Miguel también se ven las aristas más humanas de la militancia. Miguel dice que los marxistas también son fetichistas. Eso a Miguel lo hace más bien entrañable que criticable. También se lo cita a Lenin y se habla de Marx como de Dios.

─(Risas) Las reglas y los preceptos marxistas en el devenir de la historia sirven para entendernos y para entender la realidad propuesta por el capitalismo. Creo que no hay estructura ideológica que sea capaz de manifestar con mayor claridad lo que nos pasó con el marxismo, con el materialismo dialéctico. Es una exageración cuando uno de los compañeros de Miguel le dice: “pero entonces es como dios”. Miguel se queda pensando, esto es una barbaridad, esto que están planteando en realidad es una ideología que tiene una perfección extraordinaria desde el punto de vista del análisis científico.

No hay ninguna otra ideología que la supere.

─Es más, ha sido muy utilizada...

Por los neoliberales.

─Sí.

Sabés que tu novela la leí en un día, me la dieron ayer. Fue mucha información para una lectura de cinco horas, sin embargo percibí un debate interesante en el que se podía conocer cómo era la militancia.

─A mi me dicen que la quieren releer porque tiene “todo esto”... Para ustedes los más jovencitos yo te diría que es casi esencial porque es entrar en un mundo que nunca se menciona, porque en general a los militantes a los desaparecidos a la gente que fue parte de la resistencia en esa época se los visualiza desde un lugar casi heroico cuando en realidad eran absolutamente humanos, con muchos conflictos, y yo creo que eso los mistifica tanto que los hace desaparecer.

¿Este debate entre Miguel y la voz es un intento de que los jóvenes tomen la posta o que conozcan la realidad y la cierren?
─Que conozcan la realidad es un paso, que saquen conclusiones es otro, y que accionen en base a esas conclusiones es otro más. Deseo que Alguien aquí conmigo sea bien recibido, en especial por el lector joven, deseo que los jóvenes accedan a este fragmento de la historia latinoamericana protagonizada por una generación que fue capaz de morir por sus ideales.

Pienso que después de veintidós años, regresó a tocar su música, voz del pueblo latinoamericano, en La Trastienda, a pedido del público. Pienso en la gente de mi generación que lo busca como una pregunta busca su respuesta.

¿Vos sos conciente de que la novela llegó justo cuando los setenta están al pie del cañón a la hora de debatir?

─Es una casualidad, si una novela no llega en el momento que uno quiere, llega cuando puede. En realidad, para mi no hay situaciones casuales, hay causalidades, y esta cuestión causal que provoca que la novela aparezca justo en este momento, cuando muchas personas de esta sociedad están empeñadas en rescatar la memoria, en poner en el lugar que corresponde cuestiones que han sido esenciales para el advenimiento de la democracia y para el futuro de la Argentina, en desentrañar la verdad, en establecer un lazo con sus derechos y con el estado, no es casual. Pareciera que uno como intelectual o como artista se adelanta siempre a los acontecimientos. La novela apareció justo cuando tenía que aparecer, ni antes ni después.

La vida, la militancia, de Miguel está tejida por constantes no aceptaciones.

─Es cierto. Su hermano Ramiro es un inocente, un chico que nació con fórceps, esa discapacidad lo hizo más lento de pensamiento. Por eso la madre lo elige a él como su protegido, porque sabe que es el más débil.

Los padres lo entregan a los torturadores, y él tampoco quiere aceptar ese hecho.

─No, no lo puede aceptar porque él no entiende porque no lo eligieron. Ya desde chiquito se siente abandonado, presiente que la protección va hacia el lado de Ramiro, su hermano y que él es el desprotegido por lo menos eso es lo que él siente en el debate con la voz, y gracias a esa voz empieza a comprender que algunas cosas que no son tan así y a establecer una relación muy especial con su padre, que nunca la tuvo, recupera a su papá.

Sus amigos Pablo y Carmín se mueren de manera desgraciada, son muertes que tampoco acepta.

─Miguel con la muerte de Pablo y Carmín hace un luto muy especial. Casi es una especie de consideración lúdica, los ubica en otro lugar. A Pablo lo ubica en una estrella, porque no quiere esa muerte, muerte que lo afecta tanto que se pasa noches enteras en el techo de su casa tratando de visualizar la estrella y se promete no bajar hasta no cruzar una palabra con Pablo. También rechaza el fallecimiento de Carmín, tanto que dibuja una gaviota en un vidrio en un tren para recordarlo, tanto no la acepta que lo vuelve a ver como un fantasma acompañándolo a él. Es decir el no acepta la muerte naturalmente ni la traición tampoco.

La traición es inaceptable para Miguel.

─No aceptar la traición es un signo vital en la militancia, o por lo menos el deseo a no traicionar. Pero es imposible que eso no ocurra en una mesa de tortura y él acepta a regañadientes, dice que delató nombres, que sólo a los clandestinos, que creía que ni siquiera conocía sus nombres verdaderos. Era una excusa para disminuir la culpa que sentía.

Si la militancia continuó su clandestinidad sin el apoyo social fue también por una no aceptación de esa realidad que imponía y finalmente impuso la dictadura.

-La militancia en esa época estaba supuestamente amparada por los partidos políticos. Había militantes radicales, había militantes socialistas, había comunistas del PC y de la Juventud Comunista, había militantes de la ultra izquierda, había militantes Montoneros, había militantes del ERP, había la necesidad de militar muy fuerte por parte de una generación que tenía un condimento intelectual intenso. Te diría que el 90 por ciento de mi generación fue muy lucido. Uno que la formó fue mi amigo Fernando de Valenzuela a quien yo menciono en el libro como homenaje, como uno de los protagonistas de la militancia, fue secretario de prensa del Partido Comunista español, ahora es el actual traductor de Kundera. El es un ejemplo, pero también hubo otros, abogados o médicos o ingenieros o arquitectos que tenían la intelectualidad a flor de piel, se trataba de toda esa generación embriagada por el auge de la literatura en América: Rulfo, Scorza, García Márquez, De Rokha, Neruda, Cortázar, Arlt, Macedonio Fernández, Girondo, Carpentier, Piglia, ellos eran nuestros líderes.

En la novela hay un intento de reubicar la figura de los escritores que cultivaban un arte estético que no tenían nada que ver con lo social, como la de Lugones que la ubicas donde tendría que haber estado siempre.

─Si, con bastante ironía, sí. También trato de reubicar la de Girondo. Ese pensamiento estético de la realidad fue la nutriente ideológica más fuerte antes de que la militancia cobrara fuerza. Y volviendo al tema de la militancia, los partidos políticos que en ese momento eran parte de esa resistencia. No tuvieron la capacidad suficiente como para proteger la seguridad de esos militantes y todos actuábamos con mucha inocencia, creyendo que el enemigo era algo etéreo, cuando en verdad el enemigo tenía una contundencia física muy fuerte. De hecho, el terrorismo de estado fue concebido por todos los organismos dependientes. Estábamos luchando contra un enemigo realmente muy poderoso, ya no solamente contra las fuerzas armadas, contra todos los organismos dependientes del estado que se pusieron al trabajo de reprimir, contra los grupos de tarea, contra la policía, contra la gendarmería, contra las fuerzas armadas, contra juzgados y jueces, juzgados que se negaban a darte la posibilidad de un Habeas Corpus. Todos los organismos del estado fueron responsables de la represión.

Y de haber instalado otro modelo de sociedad...

─Obviamente. Entonces qué seguridad le podía dar un partido político a un militante. Ninguna. Sólo quedaba que sobreviviera el que pudiera. De hecho, murieron treinta mil. La única moralidad posible era sobrevivir o acaso aceptar una coherencia, una ética de pensamiento, ser capaz de morir por ideales más que ideologías.

Los sobrevivientes que no murieron por sus ideales, porque no les tocó, como vos, no les quedaba otra que luchar desde el arte o desde la política, no sé si reivindicatoria, una lucha que de no llevarse acabo haría que fueras y fueran muertos vivos.

─¡Exactamente! Como ocurre con muchas generaciones.

Tengo familiares que ante la derrota se negaron a sí mismos, se dedicaron a la familia burguesita, se olvidaron de todo. Esa es otra manera de morir y de desaparecer.

─Yo creo que sí, porque cuando a uno le apagan este fuego y deja también de sentir o pretender no sentir está jugando en contra de su propio destino. A los que nos tocó sobrevivir, a los que quedamos en pie, nos toca este camino, yo no conozco otro. Es más no dejé nunca de hacer lo que hago, ni me amedrentaron, ni tampoco me vencieron como decían, porque desde el odio o desde el rencor nada es posible. Yo celebro la vida y lo que celebra Miguel con esta segunda voz omnisciente que puede ser la muerte es una conciencia, es la vida, es su vida, y aún cuando pareciera que esta vencido, el vuelo que inicia Miguel al final del libro es el que percibimos hoy nosotros, aquí, en democracia. Esa es una victoria. La voz que debate con Miguel es actual, porque la necesidad de debatir es actual. Entre la voz y Miguel hay un diálogo poético.

La poesía mediadora entre pasado y presente.

-¿Y qué es la poesía sino eso? Yo creo que la poesía es una mediadora, es un cuento maravilloso entre lo más profundo de un ser humano y su realidad. Cómo explicar esta realidad si no lo haces desde ese lugar. Uno no puede ser un contador o un administrador de pequeños sucesos cotidianos.Uno en todo caso es un testigo y si entendemos que un ser humano tiene como condimento sustancial su espíritu y que ese espíritu percibe esta realidad con dolor, con alegría, o en todo caso con emociones, qué mejor que manera de expresarlas que a través de la Poesía. Yo creo que la metáfora de la palabra, las imágenes, expresan mucho mejor la realidad porque la realidad es esa instancia que golpea nuestra sensibilidad de una manera determinada. La realidad no es los dos pesos que te faltan para el colectivo, esos dos pesos son un hecho disparador, pero lo que te provoca no tenerlos es una tristeza muy profunda y deviene de otra tristeza y de un reconocimiento muy especial de tu propia realidad y de la violencia que implica no tener los dos pesos. No hay otro camino que la Poesía entonces.

Bueno, el otro camino podría ser responder a la violencia con violencia.

─Bueno hay mucha gente que no encuentra este camino y sale a robar, mata a gente por la calle por esos dos pesos o por un par de zapatillas.

¿La verdad existe?

La pregunta lo sorprende. Reacciona:

─La verdad tiene la fuerza del que cree en ella. Si hay un hombre que cree en la verdad, la verdad existe.

Pero la respuesta vino después, cuando, además de firmarme su libro, escribió: “Amalia, la verdad existe en cada uno de nosotros. Sólo resta descubrirla. La vida es laberíntica y debemos encender una luz para atravesarla”. La verdad es alguien que está aquí y conmigo.



Por Amalia Gieschen
Junio de 2004

ENRIQUE MEDINA sobre HUMBERTO COSTANTINI

Es un escritor fundamental en las letras argentinas. Lo conocí cuando regresó del exilio. Yo entonces empezaba a dirigir una colección en la editorial Abril. Me integró Salvador Amaritano a un proyecto ya formado, “Latinoamérica viva”. No existía posibilidad de editar autores latinoamericanos que yo valoraba, como Humberto. Aún así, en mis deseos de publicarlo, lo llamo. Simpatizamos inmediatamente. Tengo un prólogo de él al libro que iba a publicar en Abril. El proyecto se cayó y dejamos de vernos. Yo viajaba mucho. Pero hubo un reencuentro: es él quien me llama. Usaba gorra, estaba ya con su tercera mujer. Me dio el privilegio de leer su obra monumental, en la que quería transmitir todo su mundo literario y filosófico, en la que recogía todo lo que no pudo escribir en su obra literaria. Escribía para conformar una obra magna. Lo tenía todo en la cabeza. No necesitaba seguir investigando, él era judío y había leído mucho del tema, había conocido gente. Todo ese conocimiento lo condensó en Raquel Liberman.
Mientras la escribía, enfermo, me pedía: “tachame y decime que te parece”. Qué iba a hacer más que observaciones desde la consulta. Quería saber que sentía con la lectura, más que corregirlo. Después vino “el desastre”; yo estaba en Europa. Cuando me enteré de su muerte, lo primero que pensé es que ojalá hubiera metido a Rapsodia de Raquel Liberman en alguna editorial. Se habrá muerto con la duda de si se iba a publicar o no.
Hablamos mucho de teatro. Yo le decía que si el personaje que actuaba mi obra no compatibilizaba con mi letra, la modificaba para él. Humberto, por el contrario, obligaba a que le respetaran hasta la coma.
Volviendo al tema del exilio, cuando volvió la democracia y con ella los exiliados, se hicieron muchas reuniones para recibirlos, al margen de los problemas que existían con los que se quedaron.
Sabato estaba en una esquina de la mesa, del otro yo y Costantini. Cuando Sabato se cerciora de la presencia de Cacho, Costantini ya lo había registrado hacia rato. Pero era muy orgulloso y no quería ir a saludarlo. Nunca pedía nada, En un momento, me acerco a Sabato, que entonces era LA eminencia, y él mismo me pregunta si ése era Costantini. Cuando se lo confirmo, Sabato lo va a saludar. En ese entonces yo estaba receloso de don Ernesto, pero esta actitud nos conmovió a todos. Hay que rescatar su obra del exilio. Ese es otro tipo de olvido.

domingo, 17 de julio de 2005

Ernesto Sabato, la visita

Ernesto Sabato
Un pacto para vivir porque el tiempo no para

Nota de la autora:
El presente artículo intenta reflejar el sentimiento de la mayoría de los jóvenes que acompañan al Ernesto Sábato cotidiano y, bajo ningún punto de vista, una opinión política de la autora sobre el desempeño del Ernesto Sábato intelectual en el seno de la destrozada sociedad argentina
.
"Ernesto Sabato
Quiso ser enterrado en esta tierra
Con una sola palabra en su tumba:
PAZ".1
Ese abismo de paz
emplazado entre la vida y la muerte, abismo misterioso que seduce y que —aunque desespera— es necesario aguardar sin premuras, al ritmo del reloj nuestro de cada día. Mientras unos se ocupan en vivir, otros buscan anticiparse a ese instante que nunca jamás se podrá recordar, porque luego de ocurrido le continúa la muerte, es decir, el olvido infinito. Quizá por eso, esta mañana Anita se levantó angustiada. Frases como "todos somos cadáveres momentáneamente en vida" coqueteaban con ella este día mortuorio y desheredado. Así es como, abstraída por el Ángel del Abismo, montó su bicicleta a fin de arrostrar al autor de esos anagramas: el ex científico, el pensador, escritor y pintor, Ernesto Sábato.

Fue inconsciente y soberbia
al convencerse de que alguien internacional recibiría a una veinteañera insignificante sólo por haber consumado el sacrificio de viajar durante dos horas desde la Cancha de River hasta su casa en Santos Lugares a pedal, atravesando tenebrosos caminos de tierra, peligrosos descampados, fábricas abandonadas, mercadillos de pulga ilegales, atiborrados por hierros corroídos, inútiles, retorcidos como fantasmas. Sin embargo, había de verdad algo meritorio en ese recorrido: advertir el preludio de lo que vendría. Porque no todo era terrible en el sendero de la peregrina. "Boliches con mostrador de estaño", vecinas cotilleando rato largo en las esquinas, frutas abandonadas a su suerte, flores del jardín / dos por un peso, evidenciaron que hay un cara y ceca conviviendo en la misma realidad.

Santos Lugares la recibió vestida de pueblo
y estación de trenes. Estación olvidada, un cementerio plagado de vagones y grúas como cientos de brazos, rendidos bajo la tierra o alzados al cielo gris de los fantasmas. Santos Lugares es la periferia en la que Ernesto Sábato eligió proyectar su imagen marginal2 hacia Buenos Aires y el resto del mundo, hace cincuenta y ocho años.
Antes de iniciar allí su vida literaria, Sábato había perpetrado un itinerario en busca de cierta paz contrapuesta a las inmensas conglomeraciones humanas. Ya se sabe que su infancia había transcurrido en Rojas, que había estudiado en La Plata, que recibido de científico había vivido sobre la calle Tagle, a metros del Automóvil Club Argentino. Que harto de la megalópolis, el escritor Enrique Wernicke lo había conectado con el cineasta Federico Valle, quien le alquiló una tapera sin ventanas ni agua corriente en sierras cercanas a Carlos Paz.
Allá escribió Uno y el Universo (1945), un libro de ensayos que actuó como bisagra entre la ciencia y la literatura. Pero era una vida muy dura. "Nos teníamos que calentar con el mismo sol de noche con el que nos alumbrábamos, y a eso de las siete nos metíamos en la cama, de puro frío que hacía", relató.3
Era necesario volver a Buenos Aires. Valle le alquiló su casona de Santos Lugares, un barrio que se alejó de la capital porteña para terminar acercándose a los parajes de la infancia, pese a que la realidad indique que Santos Lugares dista sólo dos kilómetros de Villa Devoto.

Se ha dicho que Anita había arribado a la estación,
pero no que ignoraba cómo seguir. Pregunta a una señora que baldea la vereda. Un hombre que porta anteojos como los de Luis Barrionuevo irrumpe. "¡A Sábato acá no lo queremos!", espeta como varios parroquianos trabajadores desocupados añorantes de Perón y Evita. Espetan porque reprueban las teorías expuestas en El otro rostro del peronismo (1956) o porque invocan al escritor como un violento jugador de fútbol, que pegaba patadas enfurecido si perdía algún partido. "¡Era muy malo, rompía la pelota!", denuncia el vecino. Sábato ha reconocido que se ganó el alias de rompecanillas 4 en el equipo de la Universidad de la Plata, donde cursó su doctorado en ciencias físico-matemáticas a fines de los años treinta. Otros construyen referencias afables; son aquellos llevados por el azar hacia un Ernesto Sábato cotidiano, que hace cola en el correo o que pasea al perro; la esperanza de un dios al alcance de todos. Pero también hay gente que olvida, y nace el mito.
—Don Ernesto hace años que no vive acá, se fue a la capital —despista la señora que baldeaba su vereda.
Después de la muerte de su mujer, Matilde Kusminsky-Richter (1998), este hombre se ha quedado solo. Desbarrancado, porque no hay quien frene el desmedro de mañas y desmemorias. Desde hace cuatro años que no se lo ve salir de su casa. Sus cuidadoras hacen lo imposible por no exponer su fiel salud nonagenaria a los depredadores, y lo consiguen con admirable esmero. No quieren que tome frío. Mantienen al mito vivo.

Seis cipreses centenarios,
ojivales, custodian y oscurecen la casa. Anita presiona el timbre y espera. Emergen Roque, el perro, y una mujer sonriente. "Sábato tuvo una mala noche, pesadillas", advierte mientras se aproxima pisando las baldosas del patio, ese damero gigante, blanco y negro como el que tapiza el bar donde Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato jugaron a la reconciliación, a ser trebejos retocados con el mismo color. Anita no puede creer estar penetrando en la casa, ni sabe cuáles son las razones. Escucha a Betty, la mujer sonriente, relatar sus inicios como matrona de los Sábato. "Hace más de veinte años, cubría a Gladys cuando ella vacacionaba; terminé quedándome". Son fragmentos de frases. "Cuesta reconocer en el Sábato sencillo al escritor imbricado. Pero uno es el otro". La casa se acerca a Anita, las paredes descascaradas, desnudándose, regresando al polvo de ladrillo como Ernesto al polvo de la tierra. Allá está su biblioteca, rozagante de Borges, Di Benedettos, Kordons, coronada por un Soldi, un Berni, un Castagnino, un Guayasamín, su casa natal, un retrato de Jorge —el hijo— dibujado por Silvina Ocampo con notable sensibilidad. Y en un rincón, amparados por el Ángel, los libros franceses de Matilde, mujer "especial, que siempre ha estado presente, aparte, misteriosa, como mi gatita Michina ahora mismo tirada a los pies de la fogata, sola y con nosotros",5 según las definiciones de S. en alguna reunión. Sube Anita la escalera. La puerta del cuarto de Matilde enfrenta un cuadro que resguarda un programa musical dedicado a ella por Chango Estrella. Pensar que detrás de esa puertita impenetrable estuvo postrada tantos años, detrás esa puertita ensombrecida por otra que triplica sus dimensiones. Ahora el descenso, la cocina, el comedor adornado con las pinturas de su nieta Marina, el samovar ruso y las ediciones de Sur, ahora Anita atravesando el umbral del estudio, sumándose al círculo de los queridos y remotos muchachos que están sentados alrededor de Ernesto Sábato.

¿Qué se puede sentir en un momento como éste?
¿Felicidad? ¿Nervios? ¿Humildad? ¿Y por qué tenía que saber Anita que hace décadas que don Ernesto toma el té con jóvenes desconocidos? Ernesto cuenta 92 años. Enfundado en jeans gastados, camisa rosa, suéter bordó (regalo de Diego Curatella) y Hush Pupies que se repetirán en las visitas siguientes. Al sonreír, su cabeza ladeada; al escuchar a Joan Baez gemir junto a la Negra Sosa, ojos emocionados. Y al reflexionar, cejas prensadas y contemplación de las profundidades del ombligo. La Gran Vena por la que fluyen pensamientos se dilata como un trueno a la derecha de su frente. Pero no estalla. Sábato está callado, acompañado por sus testigos. Los pajaritos cantan ("hablan"). Anita balea al silencio: "Aunque usted no lo sepa, siempre lo he querido". Sábato llora y del llanto engendra a su madre. "Mamá me sobreprotegía, pero yo la necesitaba para vivir". Ernesto Sábato es, como Salvador Dalí o Vincent Van Gogh, el nombre de su hermano muerto. "Eso me marcó profundamente, ¿yo era el muerto o era yo?". Quizá el muerto se encarnaba en él durante sus noches de niño sonámbulo, que al caminar sobre un charco soñaba pisar víboras. "Papá tenía un molino harinero, era un buen hombre, pero estaba demasiado lejos". Lejos es una figura sentimental. S. era el penúltimo de once hermanos, todos varones. "Mamá había buscado una mujer, pero yo le salí bien hombre", remarca pícaro. Otro hermano se fugó con un circo que pasó por Rojas. "Es pena que ya no se vean más circos, eso es símbolo de una sociedad indiferente a los columpios del azar". Quizá haya escrito novelas para regresar al niño que en sus noches sonámbulas encarnaba al hermano, el muerto. Lo cierto es que intentó abstraerse de las pesadillas con el mundo luminoso, perfecto, racional, de los teóricos comunistas y las ciencias ("los científicos no saben nada de la realidad") escudándose en seudónimos como Ugarteche o Ferri. Aun así —contra su voluntad—, las fuerzas soterradas del hermano habían trazado su destino. Ya en esa novela inconclusa escrita en París, La fuente muda, de la cual un fragmento fue publicado por Sur y que no conocimos completa porque a Ernesto se le ocurrió quemarla, decía, en esa obra descansan los gérmenes de las tres novelas posteriores. El mito de Moro y Desdémona aparece en La fuente... y sería la red en la que Juan Pablo Castel y María Iribarne harían sus piruetas de amor-traición sin caerse. La madre real de Ernesto se corporiza en la madre de Carlos, alter ego; la madre real se convierte en la madre de todo hombre, hermana a los desconocidos, de manera que es nombrada en el clamor de un moribundo que, en definitiva, es clamor de vida, es resistencia a la muerte, es Ernesto Sábato.

Su viejo ovejero alemán, que está olfateando ávidamente las facturas,
carga el segundo nombre de su amo, Roque. Su dueño (Ernesto) se llama Roque en homenaje a Roque Saénz Peña, el presidente que promulgó el voto secreto y obligatorio. Ergo, el perro lleva el nombre del presidente. "Roque es tan bueno", se complace momentáneamente. "Esa gente que dice: ¡qué animal! es bastarda; debería gritar: ¡qué ser humano!". Los chicos lo dejan hablar, están esperando alguna frase reveladora. Finalmente, Sábato concede: "El perro es bueno, fiel, los seres humanos somos todo lo contrario". La casa está a dos cuadras de la estación, no obstante, ni el ruido ferroviario se escucha cuando los jóvenes deciden callar. "Si vivo acá, además del silencio, es porque la gente es muy afectuosa, me quiere mucho".
—Y usted quiere a la gente, ¿no? —pregunta Anita.
—Yo la acepto, la respeto.

El hombre más malo del mundo,es el seudónimo que la prensa popular le endilgó a Aleister Crowley, escritor británico que ritualizaba brujerías. Si bien Sábato no es el satánico Crowley, varios estudios descubren en sus obras cierta magia apocalíptica, que él mismo parece sustentar luego de haber prologado a Ludovica Squirru o epilogado a Víctor Sueiro, luego de haber leído libros sobre ocultismo que aun hoy duermen en su biblioteca, luego de haber titulado "El alquimista" a un cuadro, o de haber escrito sus novelas tejidas por fuerzas misteriosas que encuentran en las casualidades, causalidades que intentan explicar lo inexplicable. Nació en un infausto 24 de junio, día de aquelarre. En el primer ejemplar de la enciclopedia Mitomagia, que dirigió en 1969 y constó de ocho fascículos, anticipa el que será leit motif de su por entonces próxima novela:6 el significado de Abaddón. Significado esotérico y apocalíptico, reconozcamos, "ángel del exterminio", que hizo de las suyas en la vida de Sábato, sin lograr exterminarlo jamás, aunque tantas veces lo tentara con el suicidio. Día y lugar precisos mediante, no son pocos los proyectos de autodestrucción pergeñados junto a sus amigos, de los franceses y de los otros. Colegas como el pintor canario Oscar Domínguez se cortaban las venas. S. sobrevivía a los intentos. La seducción del suicidio, desde la necesidad de fugarse del destino correspondiente al hermano fallecido que terminó siendo el suyo. Pero suicidándose se habría hallado absolutamente sólo con su alma, atribulado en el limbo. Aunque la aclamaba, le escapaba a la muerte. Abaddón suele atribuirse en Sábato pequeñas travesuras cotidianas. Erguido, levanta su diestra solemne. Los pajaritos dejan de cantar. "Un misterioso acontecimiento" se produce en estos momentos, "anochece y todo es diferente". Ernesto alza enhiesta la diestra con una medialuna tibia ante los ojos desesperados de Roque, su perro fiel, que gime y gime de ansiedad nunca saciada. Los remotos muchachos se inquietan ante semejante crueldad. Sábato, por fin, cede ante el llanto bestial y Gladys retira a Roque de la presencia de su amo. Anochece. Sábato confiesa que todas las medialunas han sido envenenadas por él. Anochece. Los pajaritos han dejado de cantar porque los corre la noche, porque "perciben la carga negativa de la oscuridad". La estatua de Ceres, la original, la que le costó adquirir cuando la municipalidad decidió reemplazarla por otra, mira desde el patio a través de la ventana. La mirada se dirige a quien hizo que Martín y Alejandra, los protagonistas de Sobre héroes y tumbas (1961), se encontraran por primera vez frente a Ceres. Esos dos seres no necesitaban citarse para encontrarse. Lo mismo que los protagonistas de Rayuela (1963), la gran novela armable de amor de Julio Cortázar, quien sentía que la noche era el umbral que los artistas atravesaban para penetrar el mundo onírico y renombrar las cosas que en la oscuridad son otras diferentes a las de la vida cotidiana diurna. La Maga y Oliveira andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse. Torvo, Sábato desecha coincidencias. "Yo era apático con Cortázar, no me llevaba mal, pero estábamos distanciados por cuestiones políticas y disímiles concepciones sobre la revolución, sobre todo".
Aquí, sin ir más lejos, en Buenos Aires, jóvenes que se pretenden revolucionarios (que al menos se pretendían en ese momento: es probable que ya tengan buenos empleos y se hayan casado honorablemente) recibían con alborozo el proyecto de una novela que podría leerse de adelante para atrás o de atrás para adelante. Hablan de las masas y de las villas miseria, pero, como aquellos marqueses, son podridos y decadentes exquisitos. 7

Artur Lindqvist, secretario de la Academia Sueca,
en una entrevista publicada en el madrileño Diario 16, luego de justificar el hecho de que Jorge Luis Borges no haya sido galardonado con el Premio Nobel, explicaba que a Sábato le fue negado el reconocimiento "porque su obra es escasa" (sic). Al hablar al respecto ante la prensa, Ernesto más que defenderse a sí mismo, lo adargó a Borges. Él ha sido un admirador del autor de El Aleph desde joven: "los que llegamos después (de Borges) le debemos mucho, sobre todo en lo que a lenguaje se refiere (...). Cuando yo era estudiante lo seguía con fervor, así como por diferentes motivos admiraba a Roberto Arlt. Y ya de grande pensé que un escritor argentino ideal debía ser la síntesis de esos extremos".8 Decía esto mucho antes de que llegara a la síntesis una vez transcurrida la última dictadura, mucho antes de que las digresiones u omisiones políticas los separaran definitivamente. Claro que mantuvo una admiración intelectual que lo llevó —antes del divorcio— a aceptar la conciliación de un Orlando Barone de 35 años, quien los reunió en bares como el Plaza Dorrego, citaciones de las que surgió el libro Diálogos Borges-Sábato (1976). Ernesto anotaba las ideas de Borges in situ. La última vez que se verían, relata Barone, sería en el Cementerio de la Recoleta con motivo del sepelio de la madre de Borges. "Pero yo corté con él, después de la dictadura, nunca más", le dice S. a la preguntona de Anita rebanando el aire con las manos. De todas maneras, es innegable que lo quiso desde que lo conoció vía Adolfo Bioy Casares, y emociona cuando imposta la voz, lo imita, "caramba, caramba", y le sale muy bien. A raíz de un accidente que casi le costó la vida (1938), los problemas congénitos de la vista se acentuaron y Borges adquirió progresivamente la ceguera que lo doblegó pese a las cirugías para evitarla, muchas solventadas anónima y económicamente por la anfitriona de estos escritores y directora de Sur, Victoria Ocampo. Borges, al quedar ciego, siguió escribiendo. Sábato, al correr el riesgo de perder la vista, decidió abandonar la literatura y liberar sus sueños a través de la pintura (1979-1984). "Mi oculista me advirtió que debía elegir entre seguir escribiendo o la ceguera. Le pregunté entonces si podía pintar. Me dijo que sí. Me puse contento porque desde chico quería dedicarme a la pintura", contó a Clarín. Sus gruesos anteojos enmarcan unos pequeños ojos atormentados por su existencia. Cualquiera pensaría que alguien que calza esos abotellados cristales es incapaz de leer sin ellos. Pero vean que cuando Anita le tiende El túnel para se lo autografíe, un Ernesto carente de lentes interpreta claramente el primer y el último capítulo, lectura entusiasta en matices, con el libro pegado a las narices y los ojos exudantes de lágrimas. Ana se apena de que su memoria humana sea la única que pueda atestiguar cada imagen y cada sonido de la lectura de este libro que nació del dolor.

Luego del té, Ernesto invita a los remotos muchachos
a pasar al atelier, otrora "el cuarto de Jorge", fallecido en un accidente automovilístico (1995). "Paradójicamente, la muerte de mi hijo me llevó a una necesidad visceral del sentido de la vida absoluta"9 —Anita recuerda palabras leídas en los diarios. "Hay días en que me invade la tristeza de morir y, como si pudiera ser la muerte engañada, me atrinchero en mi estudio y me pongo a pintar con frenesí, confiado en que ella no me arrebatará la vida mientras haya una obra sin terminar entre mis manos".10 La muerte y las pesadillas, por sinestesia, transformadas en Virgina Woolf, Jean Paul Sartre y Vincent Van Gogh infernales. La parca y él, protagonistas andróginos de pinturas sabatianas, timadoras surrealistas. Un cuadro fue comprado por Amalia Lacroze de Fortabat por —sostiene— cien mil dólares, capital que la multimillonaria se habría arrepentido de desembolsar. "A Amalita la quiero mucho, somos grandes amigos", se resiste, finalmente agrega: "la actitud mercantilista es una porquería, esperan a que muera para que algo valga más; lo que ignoran es que viviré mucho más, tanto como mi abuelo de 104 años".
Su atelier huele a seres entrañables que ya no están. Debajo, en el sótano, el piano que tocaba Jorge. Allí vivió Federico Valle. Arriba, arrinconada, una Singer con esta inscripción: "La máquina de mamá. ¡Cuántas lágrimas, cuántos recuerdos, cuánto amor!". Hay una calavera de su época platense. Sábato se espeja: "ese soy yo". Un remoto muchacho se arremanga frente al cuadro de Franz Kafka dejando a la intemperie un tatuaje que copia a esa pintura. Por su parte, Anita descubre un In forme sobre Palomas y —sobre el atril— un óleo húmedo, diferente de los anteriores, nocturnos, éste es —según uno de los jóvenes— "abstraccionista cromático" y —completa Sábato— significa la muerte, de los objetos.
Anita sigue husmeando, exhuma de una caja fotos de quienes ya no existen, las ojea y las extiende hacia los demás. Entre ellas, una del pianista chileno Claudio Arrau, acostado en un sillón, fingiendo leer. "Yo tuve una relación muy estrecha con la música. Fue un impacto fuerte y lamentable la muerte de Astor Piazzolla, inesperada, él era grande y lo que pensábamos hacer también era grande, me refiero al Sobre héroes y tumbas melódico, que quedó incompleto. Qué vachaché", dice. "Qué vachaché", repite Discepolín, repite tango, repite la muerte en el barro, la resistencia a morir, repite el dolor por la muerte de los otros. "A Pedro Henríquez Ureña lo conocí como profesor de castellano en el secundario del Colegio Nacional y se fue de este mundo viajando en tren para dar clases". Henríquez Ureña introdujo el primer texto literario de Sábato en el universo Victoria Ocampo; se trataba de un análisis que Ernesto le hacía a La invención de Morel, de Bioy Casares. "Ureña era un hombre loable, humilde, cabal, familiero, es una perdida irreparable; le debo mucho de mi carrera a él".

Anochece la noche y los trasnocha
a todos. Es hora de bostezos, de regresar a la "ciudad monstruosa y despersonalizada" a través del túnel atemporal del tren que los espera en el cementerio de vagones y caleras. Sábato posa y firma los libros, ya sin leerlos, con los ojos vueltos hacia adentro.
"Me alegra tanto divertirme con ustedes, con tanto cariño", dice. "Los jóvenes me hacen feliz, me salvan de la angustia", se conmueve y sonríe. Anita lo abraza con paroxismo ("gracias, gordita bonita"). Si ha comprendido qué significa "todos somos cadáveres momentáneamente en vida" es porque vive la frase en carne propia. Algo de sí ha muerto para ella, porque se ha trasvasado hacia Sábato. A cambio, Anita recibe la angustia, como respuesta necesaria. (La angustia referida por S., angustia por días alargados y deformados como tenebrosos espíritus sobre las paredes del tiempo. Sábato pronuncia el silencio y al pronunciarlo, encarna el pacto implícito de este día particular, desheredado de otros días en los que reinaba el dios Infancia. Sábato es un adulto y los adultos, fantasmas de ese dios Infancia muerto. Ernesto huye a la condición de fantasma acordando un contrato con los remotos muchachos que aún poseen una infancia, agonizante, pero todavía infancia. Un convenio a presentirse. Un pacto para poder vivir, mientras su tiempo no se detenga.)

Ahora estos jóvenes, que
—para acceder a la casa— fueron citados previamente, desandan el camino sin ser los mismos, recogidos en una común intimidad, recorren un pasillo en cuyas paredes cuelgan fotos de personajes que actuaron en la novela de la vida del escritor: de sus padres inmigrantes, de Jorge, y de Elvira, hija de un amigo y asistente desde hace 23 años. Llegan a la puerta con el llanto de la muerte en el cogote. Saben que están escindiéndose, cada vez más remotos. Anita se ha quedado en Sábato, devenida en un personaje, en tiniebla, en recuerdo, o en la nada. Salen al jardín pero Sábato no los sigue porque, advierte Betty, hace frío. Entonces, Sábato, desde la cocina, pide que no lo dejen solo, que la muerte no lo deje solo:
—Ya que vinieron hasta acá, los espero en mi entierro.

Sábato es uno de esos hombres minúsculos
que desatan grandes pasiones, pasiones que devienen en tragedias, tragedias que transforman al hombre minúsculo en mayúsculo.
Un héroe de nuestro tiempo.

Era —es— Héctor Yánover, el librero más famoso de la Argentina, quien subraya que Jorge Luis Borges fue ciego por fuera pero que veía por dentro las enigmáticas tinieblas humanas. Esta temática ha invadido a Sábato desde siempre, desde sus obsesiones más oníricas que ni él ha descifrado todavía, obsesiones que se encarnaban en Allende, su personaje de El túnel (1948), insuflaban su cenit en el Informe sobre ciegos (1961) y repuntaban en sus pinturas manchadas por el horror de la noche. Anita descubrió que Sábato intentaba atravesarse hasta alcanzar esas tinieblas mediante el recuerdo, las pesadillas, las bromas, la evasión del tiempo y el encuentro con los jóvenes, todo esto —al fin y al cabo— para escaparle no a la muerte, sino a la ineludible soledad de la muerte,11 para rehuirle a la seducción de ese abismo en que no cabe la palabra instante, para alejar unos años más ese vacío de eternidad, de paz, de esencia, en el que las manecillas del tiempo deciden detenerse, justo ahí, entre la vida y la muerte.
Amalia Gieschen
Buenos Aires, noviembre de 2003

1.-Ernesto Sábato, Abaddón El Exterminador, Buenos Aires, La Nación, 1991, pág. 428.
2.-Autocalificado de Outsider. Orlando Barone, La importancia de llamarse Sábato, Revista Argentime, año II, número 11.
3.-Por qué vivo aquí, testimonio recogido en www.santoslugares.com.
4.-Verona, Eduardo: "¿A quién no le hubiera gustado hacer aquel golazo de Maradona?", revista El Gráfico, Nº 4.087 (3 de febrero de 1998), págs. 36-42; citado en El Pasajero, año 3, número 19, pág. 14.
5.-Conversación con la autora.
6.-Anticipa (en una carta) a la revista Gente (la carta) a su querido y remoto muchacho. Califica en ambas a Schumann de desdichado y maravilloso, y expone los casos Sainte-Beuve vs. Stendhal/Balzac/Schumann. Ver De Sábato, Revista Gente, Nº 100, año 2 (22 de junio de 1967), pág. 49.
7.-Ernesto Sábato, Abaddón El Exterminador, Buenos Aires, La Nación, 1991, pág. 116.
8.-Sábato sobre Borges, Revista Gente, Nº 106, año 3 (3 agosto de 1967), pág. 11. En este artículo, además, dice: "Luego nos separó esta ardua realidad de la Patria, que ha separado a tantos argentinos. No sé si él ha sentido este alejamiento. Yo sí, mucho".
9.-Un pesimista que llega a la esperanza después del dolor, Clarín, Información general (20 de diciembre de 1998), págs. 58-59.
10.-Sábato: "No soy un viejo gagá", Crónica (26 de junio de 2000), pág. 22.
11.-Sobre héroes y tumbas: "...sus ojos estaban vueltos hacia adentro, como cuando se piensa en cosas pasadas y se trata de reconstruir oscuros recuerdos (...) a sus pies el abismo negro, una fuerza irresistible lo empujó de pronto a saltar hacia el otro lado (...) como si se sintiese impulsado a saltar a través de un oscuro abismo hacia el otro lado de su existencia....".
Agradecimientos: En primera instancia, al cálido Diego Curatella y a las deferentes Betty y Gladys. En otra, al poeta Ariel Fleischer, a Martina Marengo, Alejandro Marzioni, Gustavo Salvini, Nahuel y Fabio, sin cuya colaboración Anita hubiese vivido un encuentro diferente.

viernes, 1 de julio de 2005

HOMENAJE A HECTOR YÁNOVER

Dicen que Héctor Yánover ha muerto. Y este dolor -que sólo le pertenece a él-, no permite llorar los setenta y tres años de sonrisas que Yánover prodigó sobre esta tierra ingrata. "Tengo que recordarlo", pienso. Hago un esfuerzo por evocar aquello que a estragos de adolescencia y desidia olvidé. Cierro los ojos, como él. Aparecen algunas imágenes, todas descoloridas.
El primer encuentro ocurre, aproximadamente, hace dos años. Un incipiente estudiante de periodismo, que conoce mis desviaciones literarias, me invita a que lo acompañe a entrevistar al libreropoeta en su departamento de la calle Vicente López, cerca del cementerio. Héctor Yánover sonríe con los ojos tan tristes. El casiperiodista enciende el grabador; yo -luego lo lamentaré- prefiero ir nada más que con el corazón fanatizado. Días después, se borrará por error el cassette, y la voz de Yánover quedará relegada a este esfuerzo de mi memoria.

Su departamento es una librería en miniatura. Libros por todos lados, si claro, todos aparentemente desordenados, con anotaciones; en el sillón, en el suelo, libros ajados, usadísimos, como corresponde a un libreropoeta. Los que él escribió (tan humilde es) se acantonan y defienden de los otros en un rinconcito que es casi un fortín, en el extremo inferior, a la izquierda de esa legión infinita de escaparates que revisten una pared entera. Los ejemplares que aprendices de escritor han remitido para pedirle una sentencia (tan servicial es) están apilados sobre un tablón blanco apoyado sobre pivotes de madera, que hace las veces de mesa. La mesa se llama Prioridad.
Mi compañero y yo aspirábamos a observar a un hombre alegre desde la médula, pero a primera vista descubrimos que su alegría es un vestido, necesario para guarecerse lejos de la fría fatalidad de la vida. Basta ver sus hundidos y almendrados ojos claros para percatarse de que allá lejos hace frío, mucho frío, basta escuchar sus recriminaciones a Perón y a la dictadura, en la que no quiere ahondar demasiado, para sentir el frío penetrando en nuestros propios huesos.
Y ese pillo del tiempo, se filtra por debajo de la puerta, igual que el frío, va desvistiéndolo a Yánover, dejándolo desnudo con su desaliento y su soledad, a veces interrumpida bella, alentadoramente por su esposa Olga, como ahora, que le toca el timbre para verlo, dado que, aunque siguen siendo marido y mujer en los papeles, en el corazón y en lo cotidiano, ya no viven juntos.
El poeta se merece el nombre que tiene. Héctor, héroe troyanoargentino por excelencia, sonriente ante la adversidad y compasivo con su familia, homenajea a Olga en su librería privada. No es difícil encontrar, cuando seguimos con la mirada el recorrido de Yánover hacia el teleportero por el cual escucha a Olga avisar que subirá, decía, encontrar justo al lado del llamador una foto de Ella, foto cuyas dimensiones panfletarias son -estoy segura- una métafora del espacio que la esposa ocupa en su alma.
Al describirse para una supuesta entrevista, Héctor predica un ejemplo del que yo -al menos- no saldré inmune. Aunque usted no lo crea, consejos del estilo "tenés que leer Babelia" o "Bernardo Kordon", frases como "la librería es el circo de Buenos Aires", podrán inferir en los ríos interiores de inciertas vidas.

Después de esa visita, en la que esta fan además de irrumpir en la soledad de su fortín se fotografió con él, no tardé mucho en sumarme a la horda de muchachos y muchachas que le enviaron sus poemas, poemas que en su mayoría -decía él- no merecían demasiada atención. Le escribí algo así: "Lo único que necesito saber es si -como sospecho- debo agarrar el fratacho y dedicarme a la albañilería o si, por el contrario, puedo seguir escribiendo". El tampoco tardó mucho en responderme, por mail. No importa lo que me dijo ni lo que vino después, lo importante es el gesto, piedra basal para las acciones que de ahora en más voy a llevar a cabo, una de las cuales será amarlo para siempre.
No sé quién señalaba que, cuando alguien "muere", en realidad fallecen ciertas facetas de las personas que se toparon con ese alguien, porque lo que ha desaparecido no es otra cosa que la memoria del alguien en la que estas personas eran recreadas. Seguramente el 8 de octubre de 2003 familiares, amigos, lectores, periodistas, empleados de la Biblioteca Nacional, libreros, productores de televisión y muchos otros, hayamos dejado de existir.
Dicen que Héctor Yánover ha muerto. Que fue un enfisema pulmonar, aseguran.
Agüero y Las Heras. Un cartel con letras negras anuncia: "Ha fallecido Héctor Yánover, poeta, un amante de los libros!/ Estará presente en la memoria de los trabajadores de la Biblioteca Nacional" . Alguien ha agregado, con impasible birome azul: "Y de la CGT/CTA". En el velorio, la casa está casi vacía. Dentro del cajón -cubierto de un paño azul nomás, aureolado por las nueve velas blancas- no está el poeta.
Dicen que Yánover ha muerto, porque no saben que el recuerdo es tiempo presente. Que los libros que publicó hablan. Y que la memoria de los que lo hemos conocido, dibuja su cuerpo. Por eso tengo que recordarlo.
Dicen que Héctor Yánover ha muerto.
Es imposible creerles.
Amalia Gieschen
Buenos Aires, octubre de 2003