Novela de caballerías
1. País imaginario. Me quedé a vivir en ese país, en uno que sólo podemos imaginar. Lo último que hice en Guate fue comprar un par de botellas de ron Zacapa Centenario, mientras me daba cuenta, atónito, que la vendedora se llamaba Myrna Mack, sí, el mismo nombre de la antropóloga asesinada un 11 de septiembre por las fuerzas oscuras. Fantasma, homónimo o familiar, qué iba a saber, el asunto es que ella fue la última guatemalteca que vi en 15 días. En ella reposaba toda Guatemala, toda la historia y el presente interviniéndose. En las botellas de ron, en cambio, cristalino vibraba mi futuro inmediato.
Unos días de alegría, frío húmedo, locura y mucha poesía. Usted que pensaba que no se podían meter 10 personas a un taxi a las 2 de la mañana... En Lima esto y más es posible. Unas cuantas personas borrachas y con ganas de peligro, en esta ciudad tienen su mira tú por dónde... Mostro.
Lo primero que hice en el Perú fue comer unos anticuchos en la calle. El sabor y la sazón insuperables, no es mentira lo que se dice de la comida peruana, para nada. No alcancé a llegar a la inauguración del festival, y esa primera noche me tocó charlar con el dueño del hotel donde quedamos: un verdadero personaje que parecía sacado de la mezcla de todos nuestros libros, de los libros de la colección País Imaginario. Ahí estaba todo lo esquizo, la desterritorialización, el humor transgenérico, la manía fabulatoria, la sutura de la realidad con la ficción. Le regalé un llaverito de quetzal, así medio sicodélico y se conmovió, ay Dios, este pinche hotelito desde antes ya parecía casa de la Insania y con nosotros encontraría su rostro real.
Pasé todo el martes en estado de riesgo, hasta que tomé la sabia decisión de echar un baño y preparar la presentación de mi libro, Síncopes, que se haría por la noche en la bellísima Casona de la Universidad San Marcos. Allá llegó una buena cantidad de personas y creo que ha sido la mejor presentación que nunca he hecho de un libro, cosa que además terminó de favorecerse gracias a la excelente performance de José Manuel Barrios, que nos lanzó una conceptualización de la vulgaridad y soledad del poder. Totalmente en sintonía con lo mío, pienso. Y esa noche se dieron otros riesgos distintos...
La semana siguió más o menos la misma tónica: delirio y poesía, fiesta y pensamientos cruzándose. No me perdí ni una sola de las lecturas ni de las presentaciones de libros, pero las discusiones más sabrosas se dieron en los extramuros del evento, lo aseguro: en el bar Don Lucho y en el Queirolo’s. Y si me preguntan, de los rincones de Lima me quedo con Barranco, un distrito interesantísimo, bonito y cuidado, con varios bares para derrapar. En uno de ellos nos tocó lidiar con dos policías (uno de ellos supuestamente retirado), que poquito a poquito se fueron poniendo pesados y hasta empezaron a tomar de nuestro trago. Mi estrategia fue empezar a hablar de Baudrillard y del neobarroso de Perlongher, con lo cual se sintieron excluidos dulcemente. La teoría literaria sirve para espantar a los policías en los bares, right.
En aquellos casos lo mejor es salir de Barranco y aprovechar a ver el mar que fustiga las orillas de la ciudad. Ahora metíamos a 6 personas al taxi, mientras fumábamos y hablábamos pendejada y media. Encendimos algunos cigarros y quemé una de mis mejores camisetas, la del ángel de la muerte... La noche debe haberse puesto buena, sí, porque no recuerdo todo el detalle. Recuerdo algún detalle que no puedo contar, quizás. Todo esto al tiempo que nos sumergíamos en un frío que mojaba de solo sentirlo.
Friolentos, los diversos acentos nuestros se confundían y enmarañaban, cosa divertida y en distintos volúmenes que podía alargarse hasta la madrugada.
Vamos a ver, el relajo no era para tanto, de hecho he estado en situaciones mucho más alborotadas, pero aún así el dueño del hotel empezaba a ponerse y ponernos nerviosos. Él tenía una historia íntima que no osaría contarnos, pero que se dibujaba en las líneas de su rostro y en los gallos que perdía su voz. Para relajarlo un poco y para cambiar un poco el ambiente, decidimos cocinar una pastita y un guacamolito aquel mediodía de jueves. Me tocó macerar el aguacate, sazonarlo y dejarlo presto. Maurizio sacó su italiano notorio y se enfrentó a los espaguetis. Recibiríamos elogios de viva voz y gestuales: da gusto ver a los amigos lamiendo el plato, quién dijo que los poetas sólo usaban la lengua para armar y desarmar sonetos...
Los poetas más bien desarman la lengua, y si se lo permiten desarman una ciudad. Vaya si no. Parra y Lira, Gerardo Deniz y Jabès, desarmadores. Carrión y HH, desarmadores. Barrios y Tarrab, desarmadores. Se desarma la ciudad del lenguaje, pero también la ciudad de las vanguardias, de las trans-vanguardias, de los ismos, de la centralidad discursiva. ¿Segunda mano, y más aún Coma, de Héctor Hernández Montecinos no son de alguna manera el resumen y la abolición de la vanguardia latinoamericana, no es acaso una zambullida desde Huidobro que ahora predice su incapacidad para conseguir un fin, un hasta aquí? ¿No está desarmada la idea de realidad en Demonia Factory, y la idea de razón totalmente desbaratada en Manicomio, la idea de autor en Explanans?
Ese tipo de cosas son las que presenta la colección País Imaginario, en este nuestro festival que tuvo una convocatoria sorprendente para cada uno de los días, sobresaliendo quizás el lleno total en el local Antares, donde la lectura fue maratónica y terminó pasadas las 11 pm. Más de 4 horas de poesía no las aguanta cualquiera, toda una experiencia, pues. Matices, texturas y voces de las más disímiles enredaron su trazo como el hilo de una araña que baila mambo. Lo malo fue que esa noche, en un bar aledaño, conocí al único peruano pesado de toda la estadía, para mi desgracia, un pelmazo muy parecido a los pelmazos de mi país y de todos los países: la estupidez está geográficamente bien distribuida. Ojalá se lo trague el Xokomil más angustioso en el lago de su pútrida vida.
No me hagan caso. O sí.
Qué días. A estas monerías nos dedicamos, sí, y a echar los piscos en lugares con nombres tan sugerentes como Yacana. Uno lo oye así de repente y piensa en Celia Cruz o en Buena Vista Social Club. Azúcar. Ahí mismo, en el Yacana, se terminó el Festival Internacional País Imaginario, con presentaciones de libros e intempestivas lecturas que desearon ser interrumpidas por una fila de 50 jóvenes que hacían fila afuera y que querían entrar al concierto de rock anunciado y el cual daría inicio al terminar nosotros. Adentro otros 100 jóvenes (y otros no tanto), permanecían defendiendo la poesía. La imagen era significativa, puesto que de alguna manera nos muestra la ruptura que hay entre el decir poético y los sentires más populares. En realidad el rock también es poesía, y la poesía debe ser como el rock, pero los patojos de afuera no lo sabían. Algunos de adentro sí estábamos conscientes de que todos debíamos caber en el Yacana.
Casi era el fin. Esa misma mañana, lo olvidaba habíamos cambiado de hotel. El mentado dueño del primer hostal decidió convertirse en un personaje de Hitchcok y algo como el miedo nos sacó más volando que corriendo. Pienso que estas cosas sólo le pasan a los poetas... Más tardecito recorrimos librerías, librerías de viejo donde encontramos verdaderas joyas como los 5 metros de poesía de Oquendo de Amat o Vox Horrísona de Luis Hernández o Leonardo (con la portada más hórrida de la historia de la cristiandad, ay) del locazo de Enrique Verástegui. Capitán Verástegui podrían decirle, pero queda fea la alusión militar.
Oh captain, my captain, la última noche de festival siempre debe ser la más excesiva y así fue. Después del Yacana y después de emborracharnos donde Don Lucho, paramos en un bar-disco que parecía sacado de La naranja mecánica, donde cada uno de los circunstantes era un personaje redondo para la trama más bizarra. Si me pongo a explicarlo me roban la idea. En serio. Les cuento, estas últimas noches son terribles porque en ellas está ya impreso el anuncio de que se acabó el oasis, ese elíxir de poesía que te hace sentir que lo que hacés tiene alguna repercusión, sabés que se acabó esa situación privilegiada donde podés hablar de punta a punta de una mesa sobre asuntitos del tipo “nueva poesía latinoamericana”, del tipo “Gus Van Saint”, del tipo “The Mars Volta”, del tipo “trasplatinos”, del tipo “tradición peruana”... No que no haya con quién hacerlo en los propios países, pero digamos que la concentración o densidad poblacional de gente del mismo zodíaco siempre va a ser menor. Por eso la última noche de un festival es de abrazos, locura, excesos, despedidas implícitas en cada brindis y en cada sonrisa dispersándose.
Algunos pocos nos quedamos una semana más en Perú, pero el festival País Imaginario terminaría aquel viernes, o más bien aquel sábado de madrugada cuando vimos algunas lágrimas correr, algunos cuerpos sucumbir, cuando vimos nuestros libros como objetos extraños y al mismo tiempo deseables, como hijos sexuados que nos gustaba molestar. Estábamos en Lima pero al mismo tiempo no existíamos en sitio alguno. Todo lo relativo a la poesía sucede en un no-lugar, en un espacio difícilmente cuantificable. La poesía habita la bruma, como Lima, y yo habito un lugar que quizás no existe y jamás conoceremos. Mi país es una intensa pasión, un triste piélago, un incasable manantial de razas y mitos que fermentan.
2.Cielo abierto. Después de Lima sobrevivimos en Perú Héctor Hernández Montecinos, José Manuel Barrios y este no tan dilecto servidor. De la chupa en El directorio, el último bar al que fuimos en la ciudad, pasamos directos a un bus que en cuatro horas nos pondría en la provincia de Barranca (sí, Barranca, no Barranco).
Amalia, que por muchas razones fue el corazón del País Imaginario, nos fue a despedir a la estación y todos conmovidos. Viajábamos con motivo del Festival Cielo abierto, un esfuerzo por colaborar con la descentralización cultural del Perú organizado por el poeta y gestor John López.
Allá las atenciones fueron inmejorables y en general tuvimos una excelente experiencia. Increíble lo parecida que era Barranca a cualquier municipio o ciudad de provincia guatemalteca, con sus cholo-taxis que aquí llamamos tuk-tuk, con esos rostros mestizos por todas partes, con esa mezcla de modernidad atolondrada y vapor rural.
Dimos lecturas en varios lugares, siempre al aire libre y con total acceso para la comunidad, lo cual me pareció un ejercicio maravilloso y digno de imitar. Los organizadores incluso tuvieron la amabilidad de llevarnos a Caral, ciudad milenaria y hogar de la primera civilización del hemisferio, y esto a pesar que por un malentendido tuvieron que buscarme durante dos horas antes de salir para allá, jeje. En ese sitio mítico leímos y fue muy importante hacerlo.
El último día conocimos el puerto Supe, ese puerto que Blanca Varela un día le aseguró a Octavio Paz que existe, y que hoy también yo puedo atestiguar. La amiga, poeta y editora mexicana Rocío Cerón nos acompañaba para entonces y juntos dijimos algunos poemas que fueron aderezados por música criolla del más alto nivel y una obra de teatro estudiantil con un humor entre sádico e inmediato que nos sacó la risa más de una vez, a pesar de sus notables descuidos técnicos. Si lo leen los chavos de la obra van a decir que los estoy criticando por resentido, ya que me agarraron por un rato de “chompipe de la fiesta”. Pero créanlo o no, lo disfruté mucho.
Yo regresé a Lima, satisfecho y feliz. Allá en la ciudad todavía pasé unos últimos días de total alegría gracias a Víctor Ruiz, Alessandra Tenorio, Gonzalo Málaga, Giancarlo Huapaya, Melissa Patiño, Luis Fernando Chueca, Paul Guillén y otros amigos y tremendas almas de letras y sangre.
martes, 18 de septiembre de 2007
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1 comentario:
Un festival intenso como la buena poesia. Me hubiera gustado disfrutarlo y compartir algo de mi poesia, pero ni modo.
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