EL NAVÍO
Ya casi sin
arboladura y con la crujía desgañitada,
a duras penas se
adentra en un Atlántico hostil
que parece divertirse
con la posibilidad de su zozobra.
Tras el viento gris
de la tormenta, recuerda al fantasma errabundo
de un viejo galeón
que salió airoso de Lepanto.
Aunque en realidad el
Santa Elena, tal es su nombre,
supo ser, en sus días
de gloria, un formidable navío de
setenta y cuatro
cañones, imbatible incluso en la desastrosa
campaña de cabo
Trafalgar, donde España, imperial, orgullosa e inmensa,
se perdió a sí misma por siempre y para
siempre.
Hoy el buque es una
verdadera ruina.
Ha sido
mercantilizado y vendido a una joven Nación.
La inmensa soledad de
la Santa Bárbara
rebalsa ahora
de carne rancia, de
lino y del mercurio indispensable
para arrancar la poca
plata que aún mezquina Potosí.
Las troneras han sido
selladas y clausuradas por inútiles,
pues el viejo
guerrero se ha vuelto animal de carga,
más noble aunque
menos gallardo,
más lento pero más reposado,
más viejo y bajo constante amenaza de
naufragio.
EL CAPITÁN
Es un hombre gris,
lluvioso y gris y de pelo entrecano.
Sus ojos, alguna vez
bravos, hoy se asombran sin asombro
en mar adentro pues ya lo ha visto todo.
Nunca sonríe; el sol
para él es siempre sol poniente.
La tripulación le
teme;
Están convencidos e
inmersos en la superstición
de que hundirá el
barco para morirse con él.
Ha anotado la latitud
en el cuaderno de bitácora
y una aclaración
marginal: “Tarde. Rumbo Sur.
Nos adentramos a la tempestad”.
RECUERDO DE LOS
PUERTOS
Recostado en el catre
recuerda y no duerme.
Recorre con la vista
las podridas maderas del alcázar y musita en silencio:
“Todos los puertos
son iguales. Huelen a rancio,
a ron, a
desencuentro.
Cada hombre de mar
tiene mil historias,
pero son, en
realidad, la misma mil veces contada.
Los mismos mares y
los mismos puertos.
Las mismas mujeres
por la misma paga...
Todos ríen con sus
dientes perforados...
Todos beben el mismo
ron como si fuera vino de última cena”.
“La tregua del hombre
de mar, pensó el marino;
el puerto es el único
lugar de tierra firme que nos es dado pisar,
el único lugar donde
el cuerpo sigue mareado al compás
del vino adúltero o
del ron de las Antillas.
La armonía entre el
mar y lo que no lo es,
el recuerdo del
océano fuera de la cubierta.
Más allá de los
límites del puerto y tierra adentro
sólo puede haber
monstruos apocalípticos
como la mujer amada,
su perfume
Y el recuerdo de su
perfume.”
El quejido del viento
es como la voz del Apocalipsis;
el oleaje, como el
conjuro de Moisés
y mil relámpagos
iluminan el mar de las diez de la noche.
La voz del vigía pone
fin al letargo insomne del capitán:
“Borrasca, señor,
borrasca en el cabo de Hornos”,
dijo aterrado
previendo la muerte.
Cubierto de capote y
una vieja gorra ballenera,
Entre dormido y ebrio
se le vio caminar balbuceante
desde el pasamanos
hasta el palo del trinquete,
donde, atado, se
siente a salvo de la tempestad.
Lejos del timón y
amarrado al palo del trinquete, tiene la apariencia de un
loco o de un borracho
que se ha dejado abrumar por los recuerdos de toda la vida.
Recuerdos que son
siempre el mismo:
El de la mujer amada,
el de su perfume y el recuerdo de su perfume y
el del tedio de una
vida malograda en los mares.
“Marzo y tempestad en
el Cabo de Hornos
y el capitán amarrado en el trinquete”,
gritó el timonel
haciéndose cargo del barco.
Todos hacen lo que
pueden menos desamarrarlo,
pues la lucha no es
pareja entre el hombre y el mar más peligroso del mundo.
EL MAR DE LA TRANQUILIDAD
La soledad amanece en
el Pacífico sur.
Amanece tranquila y
resplandeciente.
Contrasta con el
cascarón maltrecho del Santa Elena,
nave
irremediablemente perdida en su último tornaviaje.
La borrasca es ahora
el recuerdo vago de un naufragio fallido.
Lo que ha quedado de
la tripulación interroga al timonel.
Preguntan por un
milagro; él les mira sin responder,
no sabe qué decir y
no sale de su asombro:
“Nos salvamos,
piensa,
carajo, nos
salvamos”.
Y amarrado al palo
del trinquete estaba Cristo.
Más odiado que temido
pero era el capitán.
Decidieron darle una
sepultura digna,
devolverlo a las
aguas que lo vieron perecer.
Nadie contaba con que
aún estuviera moribundo.
Lo desamarraron y lo
dejaron yacente en la cubierta.
Balbucea algo, la
tripulación le escucha:
“El Santa Elena, dijo
ya casi sin voz y ahora sí al borde de la muerte,
el Santa Elena fue y
será por siempre una nave hermosa.
Que lo sepan los
reyes, las reinas y los cuatro puntos cardinales”.
Octubre de 2005
Jorge Esteban Mussolini nació en Río
Cuarto, Córdoba, un 26 de octubre de 1973. Recuerda una infancia muy feliz y una
juventud desperdiciada sobre la que no desea dar detalles. Descubrió la
literatura de una manera casi accidental a los veinte o a los veintiún años y
se enamoró de ella principalmente como lector.
Se siente identificado fundamentalmente con
los escritores del Boom latinoamericano por quienes guarda una a dmiración casi
demencial.Su obra es muy modesta y está compuesta
principalmente de borradores sin terminar. Su primer cuento fue publicado en el año
2003 en la muy mexicana ciudad de Puebla de los Ángeles en una revista llamada
Renacimiento gracias a la buena voluntad de dos poblanos que aprecia mucho: el
Profesor Librado Agustín Ramírez y la Profesora Araceli Castillo Contreras. Con
estos dos grandes maestros ha contraído una deuda enorme que no sabe si va a
poder pagar algún día. En el año 2007 gana el tercer premio en
narrativa del primer concurso provincial organizado por Editorial Cartografías.
Actualmente es colaborador de la misma y se encuentra preparando una serie de
relatos que tal vez salgan a la luz este año.
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